Roberto Castillo - Por Patrick Montero

Roberto Castillo: “Hay un lado oscuro de la chilenidad que sale a relucir con mucha facilidad”

Cuesta pensar en uno mismo como una serie de partes, como un engranaje de huesos, órganos y tejidos que adquieren lo que llamamos vida gracias a aquel órgano que palpita incesantemente. Y que si deja de hacerlo nos condena. En La novela del corazón (2022, Editorial Laurel), última ganadora del Premio Municipal de Literatura de Santiago, Roberto Castillo nos hace sentir el peso de ese misterio. Nos hace recordar que dependemos de esa bomba del tamaño de un puño para seguir funcionando. La escena que abre el libro, donde somos testigos privilegiados de un transplante de corazón, es la más memorable, pero el tema de los transplantes cruza toda la obra, a través de los doctores que los ejecutan, de los pacientes y de las víctimas que deja esta cirugía. Una de ellas es el “niño chileno” Manuel, quien narra buena parte de la novela desde la muerte, siendo uno de los personajes más importantes junto a su hermana y la indescifrable detective Zunka. Ellos, junto a varios personajes históricos, nos hacen recorrer una trama que va y viene, como la sangre por el corazón mismo, y que nos hace reflexionar sobre Chile, su identidad, su uso del lenguaje, su trauma histórico y su pulsión por castigar la diferencia. En esta extensa entrevista, el autor de Muriendo por la dulce patria mía (1998-2017), Antípodas (2014) y Muertes imaginarias (2020), aborda todos estos temas y más. 

En mi experiencia como lector de literatura chilena reciente, en general me he encontrado con novelas más breves o simples en la estructura, más íntimos tal vez. La experiencia de La novela del corazón fue como volver a una literatura de otra época. 

“Me alegra mucho que lo digas, porque cuando decidí dejar esta novela así como está, a la que se le pudiera entrar por varios lados, que exigiera un poco, lo hice sabiendo en lo que me metía. Y también un poquito pensando en ir contra la corriente. Es cierto, ha habido un movimiento hacia una cierta intimidad y un minimalismo que encuentro súper interesante y generativo. Estoy pensando en Zambra cuando digo todo eso, por supuesto, pero no es el único caso. Yo pienso que no tiene por qué haber homogeneidad en lo que se está produciendo, al contrario, lo diverso es riqueza, es cosa de mirar la legión de escritoras que ha revitalizado la literatura chilena reciente. En toda esta cuestión de los distintos estilos y movimientos literarios hay una tendencia a borrar demasiado pronto las huellas de un pasado reciente, como lo que empezó a hacer la patrulla juvenil de Fuguet y compañía con el boom. 

No estás de acuerdo con ese gesto. 

Si bien tengo reparos con el mito popular (comercial) del boom, rescato y echo de menos la ambición y la demencia de esa literatura, el esfuerzo por hacerla más abarcadora, ese tirarse a la piscina de manera más comprometida ––estéticamente, no solo políticamente–– usando todo lo que se tiene a mano, incluso lo que apenas se vislumbra. Y rescatar el impulso central de ese legado es lo que intento en esta novela: incorporar la confusión, esa vitalidad agonizante, entre estallidos y apocalipsis, que caracteriza a nuestra época, echarle con l’olla, reinventar, reescribir, reivindicar la imaginación, inventar lo que haya que inventar, sin exceso de reticencia, sin complejos. Cuando se critica al boom muchas veces se cae en el error básico de confundir a los autores (personajes de un mito bien manido) con la tremenda literatura que dejaron. Desligarse del boom está bien, y a lo mejor es hasta necesario, pero no desde la presunción de que se trata de una especie de producto expirado. Si estuvieran vivos, hasta Nicanor Parra y Bolaño estarían medio cabreados con este constante parricidio. Así que, volviendo a tu pregunta, perdona el desvío, en algún momento pensé en cortar la novela y ceñirme a un modo de escribir más accesible, pero cuando llegó el momento de los quihubos la dejé así, con todo su barroquismo salvaje”.

En ese sentido, el Premio Municipal de Literatura de Santiago, que recibiste por la novela, ¿crees que premia justamente esa búsqueda?

“Por la manera en que el jurado leyó la novela, yo creo que sí. Pienso que ellos validaron esa forma de hacer literatura y que distintas estéticas pueden coexistir dentro de una literatura. Yo creo que el premio fue una validación de esa aproximación estética y también de la audacia de poner una novela así, exigente, algo chúcara, en el tapete. Ha sido un buen reconocimiento, junto al de muchos lectores de a pie que me escriben por redes sociales, y también al de otros escritores y escritoras que me han mandado en privado su impresión, así que me alegro mucho”. 

Describiste esta novela en una entrevista como un proceso de veinte años. 

“Sí, de más de veinte años”.

Es difícil comprender un proceso tan largo. ¿Nos podrías contar cómo se fue armando el libro en todo ese tiempo?

“Me acuerdo que fue Verónica Cortínez (destacada académica chilena que enseña en UCLA) quien me dijo después de publicar mi primer libro, en 1998: ‘El segundo libro es el que te valida como escritor’. En ese momento yo ya tenía la idea de escribir la historia de los transplantes de corazón. Era un proyecto parecido al de mi primera novela, es decir, no limitarse a la representación de hechos reales, sino que también meterse con los mecanismos mediante los cuales se ha leído y diseminado la historia: primero de Arturo Godoy (el boxeador que protagoniza la obra Muriendo por…), y ahora de los transplantes. Las formas en que la gente en Chile lee su propia historia, mitifica la realidad y va transmitiendo la historia de una manera transformada, distorsionada, inventada. Pero necesitaba hacer la investigación. Pensé sumergirme en el tema, pero uno también tiene que trabajar y sucede la vida. Por un buen tiempo dejé de lado la idea de escribir ficción, y ahí quedó todo ese trabajo. Entonces, la idea es vieja, pero mi intención de dedicarme a escribir no la afirmé hasta mucho después. Luego de la reedición de Muriendo por… (en 2017) decidí que sí me iba a dedicar a terminar esa novela. Además, por esas cosas del destino, me había conseguido el acceso a presenciar un transplante de corazón. Lo paradójico es que eso, al principio, en vez de ayudarme, me paralizó, porque fue una experiencia tan única, tan intensa, tan literaria, me puso la vara muy alta, ‘cómo voy a escribir esta cuestión’. Entonces, claro, yo sabía que tenía que escribirlo, pero cómo lo voy a hacer”. 

Qué fascinante. Te iba a consultar por esa primera parte de la novela, que se percibe muy vívida. Esa parte tiene un elemento de crónica. 

“Para mí era importante entrar al libro de esa manera. Por supuesto, uno está ahí con el material a mano. No solamente es la experiencia, o la historia de los transplantes de corazón, sino que hay toda una carga, toda una tradición en la que el corazón es la gran metáfora. Entonces yo quería entrar en el libro por el lado de la corporalidad, de lo físico, donde el cuerpo es protagonista, donde está ahí presente y condiciona todo lo que pasa. Y lo que pasa es sumamente literario. Me di cuenta desde el primer momento, desde antes de la primera incisión, que lo que estaba presenciando era un ritual. Muy científico todo, muy planificado, pero la cirugía es una experiencia ritual, particularmente la del transplante cardíaco. Contar esos dos aspectos, el científico y el simbólico, era el desafío. Tenía que hacer la crónica de lo que pasa cuando abren un cuerpo, que sigue vivo más encima, y que es sometido a esa violencia. Y, por otra parte, también todas las otras cosas que estaban pasando, que no tienen nada que ver con la parte científica. Era una ceremonia, una ritualidad de la que había que dar cuenta”. 

Y ver esa situación en vivo, ¿cómo se siente? ¿se hace más palpable la fragilidad del cuerpo propio? 

“Sí, por un lado está eso. Uno ve ahí mismo los pulmones, el corazón todavía latiendo cuando abren el tórax, entonces se palpa esa vulnerabilidad. Pero la otra cosa que se aprende al ver un cuerpo intervenido, y que es algo que saben los médicos y cualquier persona que en su día a día manipula cuerpos humanos, es que el cuerpo tiene una resistencia impresionante. O sea, esa cuestión de romperle el esternón y apartar el tórax era una cuestión dura, dura, o sea, la gente realmente tiene que tener fuerza y ayuda mecánica, con una sierra y una gata, para empezar a abrir el tórax. O sea que sí, fragilidad, pero al mismo tiempo los tejidos que resisten. Tú ves que tienen los mejores instrumentos del mundo y, sin embargo, tienen que usar la fuerza física, porque el cuerpo no se entrega fácilmente. No es tan fácil modificar o destruir un cuerpo humano”. 

¿Se percibe mucha tensión en la sala?

“Claro, sí. En la novela se narra una escena en que llega un asistente muy joven y el cirujano jefe le da una instrucción. El chico vacila medio segundo. El cirujano le dice otra vez ‘corta eso’, algo así, pero el aprendiz quedó paralizado. Te juro que no fue más de medio segundo, y el cirujano jefe le dijo ‘OK, go home, buenas noches’. Y lo reemplazó la persona que estaba esperando que el tipo fallara. Todo era así. El médico jefe había hecho más de 400 transplantes, entonces estaba esa cosa de intensidad, de un profesionalismo absoluto, pero pasan cosas inesperadas. Eso es algo que yo también quería comunicar, que a pesar de que todos los cuerpos, en teoría, tienen los mismos componentes, ninguno es igual. No es una lámina, un muñeco que tú abres y dices ‘aquí está el hígado, esos son los pulmones’… No, de repente hay un pedazo de algo que aparece, que no debería estar ahí, pero está”. 

Me acordé de la escena en que la hermana de Manuel se esconde en un lugar con cadáveres mientras busca a Barnard (el cirujano responsable de la muerte de Manuel), donde también se describe muy en detalle, con olores y sensaciones. ¿Eso es pura imaginación? 

“Eso es pura literatura. Ponerle oficio. Esa bajada al laberinto que es la morgue tiene su correlato con la parte de la operación. Esta última es acerca de un cuerpo vivo versus el cuerpo muerto. Nunca me metí en una morgue, le tengo terror (dice entre risas), pero me imaginé lo que sería estar encerrado y tener que esconderse de los vivos entre los muertos apilados en un frigorífico”.  

La irrupción de la ficción en historias que provienen de la realidad es algo que se ha destacado de tu narrativa. Leyendo La novela del corazón muchas veces entré a Google a buscar cosas que cuentas y que parecen ser inventadas. Y resultaban ser verdad, pero luego había algún detalle desde el cual lo que cuentas se aleja de la realidad. ¿Tienes alguna fórmula para decidir cuándo pasar a la ficción?

“No, yo no lo pienso así. Tampoco lo conceptualizo así. No sucede en el momento de la escritura que diga ‘ok, ahora tengo que poner un poquito de este lado o del otro’. No, la integración se da orgánicamente, se hace imperceptible. Al momento de escribir, de hacer literatura, yo no creo en la diferencia entre la ficción y la realidad. Yo pienso que la realidad está hecha de ficción tanto como la ficción está hecha de la realidad. Por ejemplo, la ficción matriz de nuestra comunidad chilena, la ficción de la nación chilena, que vimos en acción para el estallido social y más recientemente para el funeral de Piñera. Podemos palpar la fuerza y la textura que tiene esa ficción. Es una ficción que puede ir para cualquier lado, puede ser bien mentirosa pero también puede decir verdades que no se entienden de otro modo. En cada cosa que uno pone la impronta de realidad siempre hay algún elemento de ficción, que a veces es mucho más potente de lo que uno cree”. 

En una parte del libro hay una descripción del funcionamiento del corazón, del paso de la sangre por este. Pensé en ese minuto que la novela estaba haciendo algo parecido, por esto de los personajes que reaparecen, o por historias como la ejecución del doctor soviético Sergei Yudin, que se retoman desde otra perspectiva. Vi que en una entrevista dijiste que “la novela misma está estructurada como un corazón”. ¿Qué tan complejo fue llegar a esa estructura?

“Es sencillo el funcionamiento del corazón, lo que pasa es que tiene una cierta mecánica que es difícil mantener en la cabeza: cómo entra la sangre, por dónde sale, cómo se efectúa ese movimiento que es una bomba simultánea, es una cuestión impresionante. La sangre que entra por un lado y sale por otro lado puede ser una analogía al flujo de ciertas historias. La de Yudin es una de esas. Está puesta ahí para decir que hay ciertas historias que se han contado de esta u otra manera y que, sin embargo, podrían tener otros relatos, ¿no?”.

Uno de los personajes clave en el libro es Zunka, la detective cuyas vivencias reúnen un poco las dos grandes temáticas de la novela, que son la historia de los transplantes y la reflexión sobre lo chileno. ¿Cómo llegaste a ella? 

“Zunka está emparentada con un personaje de mi primera novela, el Galvarino, uno de los seconds de Godoy, su masajista. Le decían “Galvarino” porque le faltaba una mano. Y me pareció atractivo tener un personaje como Zunka, cuyo funcionamiento corporal está marcado por la violencia y que tal vez por eso mismo es un personaje central. Zunka es clave para mí, porque es quien me permitió, al escribirla, realizar esta mirada distanciada de lo chileno, hablar acerca del lenguaje, por ejemplo, cuestionar esa forma de vernos a nosotros mismos, proporcionar otras perspectivas. Cuestionar cierto nacionalismo provinciano y ese orgullo sobredimensionado, medio solemne y tragicómico de la importancia de lo chileno. Lo que más me gusta de ella es que nadie puede cachar qué acento tiene, de dónde viene, y sin embargo ella es la que va a determinar la suerte de la hermana del niño muerto, en sus manos está si hay o no hay justicia”. 

La reflexión de Chile se puede abordar de distintos lados. No sé si hablar de una mirada negativa, pero en una parte, por ejemplo, se asocia el haber vivido desgracias con el ser chileno. ¿Qué querías transmitir con esta idea de un país donde las cosas no andan muy bien?

“En la novela Chile es el país de las eternas guerras. La escritura más intensa coincidió con el estallido y a mí, como a mucha gente, después de la sorpresa me vino mucha ilusión, mucha esperanza. También me preocupaban algunas cosas que estaban pasando, pero tenía cierta fe en que todo iba a terminar bien, que iba a haber una nueva constitución que fuera más inclusiva, un nuevo punto de partida más justo. Sin embargo, una voz interna, mucho más lúcida que mi conciencia, me decía ‘esto es demasiado bueno para creerlo. Aquí va a quedar alguna crema’. Al principio tenía el temor de que hubiera otro golpe de Estado, pero al final prevalecía esa sensación oscura, una premonición sombría… Y esto fue antes del plebiscito en que ganó el Rechazo. Ahí dije ‘a pesar de que yo quiero que gane el Apruebo y que Chile cambie para mejor, si voy a ser honesto, por lo que sé de la historia de Chile, esto no va para buen lado’. Por eso es que en el libro prevalece esta impresión pesimista. Es un pesimismo anclado en nuestra incapacidad colectiva de ver lúcidamente cómo se mueve la historia de Chile. Por ejemplo, la cosa de los transplantes. Para mucha gente los primeros transplantes de corazón fueron un momento sumamente glorioso para Chile, esto se hizo a apenas seis meses del primer transplante de corazón, en Sudáfrica. Y yo me acuerdo, o sea, tenía 10 años, y fue como una gran Teletón, todo el mundo estaba pendiente, día y noche, de María Elena (Peñaloza, la primera transplantada del país), del doctor Kaplán (Jorge, quien hizo la operación). Además, Chile era mucho más chico, lo que pasaba todo el mundo lo sabía. Incluso la historia de Pedro Luna (personaje al que sacrifican para donar su corazón) está basada en un reportaje hecho por Fernando Reyes Matta que ficcionalicé al estilo de Juan Rulfo. Entonces, había que contrastar la visión colectiva de entusiasmo y esperanza, nuestra gran narrativa de progreso nacional, contra el hecho de que, chuta, para conseguirse un corazón que transplantar hay que oprimir al indefenso. Por eso, en términos estéticos y políticos, no hubiera sino honesto presentar una visión menos pesimista de Chile”.

Ahora que mencionas el estallido, la obra no parece especialmente influenciada por las emociones que abundaban por esos días, como la euforia o la ilusión. De hecho, hay una escena que describe el llanto de un carabinero, después del ataque a Pedro Luna.  

“Ahí hay un cierto reconocimiento a la humanidad común. También hay un momento donde un capitán de la marina que quedó ciego está en una bodega de memorabilia ultraderechista y llora al tocar un mapa en relieve de Chile.  Hay gente que se puede emocionar tocando un mapa, con toda legitimidad, y los pacos también lloran. Ese carabinero joven rompe en llanto porque intuye que va a fracasar su intento de salvarle la vida al chico al que van a sacarle el corazón.  Al escribir esa escena me dije ‘bueno, que estás haciendo aquí’. Y pensé que estaba reconociendo humanidad, así de simple”.  

¿Qué te parece que eso haya sido cuestionable de escribir hace cuatro años, por la opinión que dominaba en ese entonces sobre los carabineros, y que hoy suceda todo lo contrario? 

“Yo creo que el arte, si realmente eres honesto al plantarte frente al mundo, te regala una cierta dosis de lucidez. El añadido de ficción te puede ayudar a ver mejor la realidad. Entonces, por ejemplo, la parte donde hay un Valparaíso distópico que está en guerra, donde la gente vuelve a sus casas incendiadas, tiene mucho correlato con lo que ha pasado recientemente, resultado de la depredación del sistema y del deterioro climático. También está ahí la reacción antiinmigrante. Lo que pasó en Iquique cuando les quemaron las cosas a los migrantes que estaban en las plazas. Ese tipo de cuestiones están irresueltas, hay un lado oscuro de la chilenidad que sale a relucir con mucha facilidad, con una virulencia que me preocupa. La literatura te muestra esos lados oscuros”. 

¿Crees tú que el pesimismo es la percepción dominante entre los chilenos?

“Yo creo que somos un país bastante traumatizado. Hay un trauma de larga data que, a pesar de que mucha gente quiera superarlo y decir que hay que olvidarse, sigue ahí y es bastante profundo. El tremendo grado de violencia y de opresión que se dio en la dictadura todavía no ha sido dilucidado, ni siquiera está clara la magnitud de los hechos. Como evidencia están esos huesos de desaparecidos que, primero, por la oposición de las Fuerzas Armadas y de la derecha, y después por la desidia y la conveniencia política de mucha gente de la Concertación –no todos, pero muchos–, todavía no se identifican. Son cientos de familias afectadas, si no miles. Hay cosas que están irresueltas y que nos van a seguir penando mientras no seamos capaces de hacer algo al respecto, sin recurrir a la salida fácil de ‘ya, pongámonos de acuerdo, seamos amigos, negociemos, que la política es el arte de negociar’. Qué más quisiera uno que todo el mundo se pusiera de acuerdo, pero en Chile es tan fácil hablar en abstracto de ‘los acuerdos’, como si no estuviéramos funcionando ya a partir de ciertos acuerdos que parecen inamovibles. No quiero generalizar, pero qué pensar cuando uno ve el extremo al que se llegó con el funeral de Piñera, donde la gente, con una facilidad y una inocencia tan reconocible, de repente lo vio poco menos que como Jesucristo, ¿no? Y yo, claro, encuentro horrible lo que le pasó, pero el extremo al que se llegó para ensalzarlo fue vergonzoso. Yo no sabía qué hacer con mis propios sentimientos, porque me da pena la familia, pero al mismo tiempo, chuta, tengamos un poquito de pudor. Pero así de fácil fue que se olvidaran los incendios, se olvidó todo. Por eso mantengo mi escepticismo frente a lo chileno, sospecho de la facilidad con que se cae colectivamente en este tipo de ficciones de unificación”. 

Me acordaba mucho mientras leía de lo que pasó con Piñera, porque escribes de varios presidentes, de sus cuerpos, de esta idea de las muertes que no fueron bien resueltas o se dieron en circunstancias medio extrañas. Y acá tenemos una muerte que tuvo un funeral de Estado, con honores y con el cuerpo presente. 

“Exacto. Están los cuerpos de los presidentes explícitamente puestos. Quise meter eso porque Eduardo Frei Montalva se hizo muy amigo de Kaplán, los dos ocupaban una especie de rango de los más influyentes del momento en Chile. Kaplán como una especia de sabio de la tribu que había puesto en alto el nombre del país. Frei y Kaplán se potenciaban mutuamente en el esfuerzo modernizador por salir del subdesarrollo. Y el cuerpo de Frei Montalva fue charqueado, fue objeto de esa violencia porque quiso salirse de los linderos marcados por el peso de la noche. Lo de Diego Portales lo había escrito antes como una especie de crónica, cuando encontraron su cuerpo en la Catedral Metropolitana. Hay cosas que parecen inventadas, pero ahí está el paseo del cadáver de Portales por todo el valle central varias veces, pa’llá y pa’cá, cortesía de José Joaquín Prieto. El cuerpo, además, embalsamado medio a la mala, paseándose por todas partes. Esas cosas me producían interés por ver qué hay más allá. El libro está poblado de cadáveres ilustres”. 

Y el corazón de Pinochet tiene su espacio también al final de la novela. 

“Sí. Para esa parte me inspiré en la tradición narrativa que se llama ‘El corazón comido’, que se dio en la época medieval. Generalmente se trata de una mujer, casada con un hombre poderoso, un noble o un rey, que engaña a su marido con otro hombre. El marido se entera y manda al amante a hacer cosas peligrosas, como enviarlo a las cruzadas, o derechamente lo manda matar. El asunto es que de una u otra forma le traen el corazón del rival, y lo que hace el marido agraviado es ordenar que le preparen un estofado con ese mismo corazón. Y la mujer infiel lo prueba y dice ‘qué rico está esto, me encanta, ¿qué es?’, y el marido le dice ‘adivina’, y le cuenta, una vez que ella se comió todo. Y en algunas versiones la mujer se vuelve loca, se tira por la ventana, hay distintas variantes. A mí me impresionó mucho esa idea, porque la relacioné con la traición y la violencia que es legado de la dictadura: ¿Qué hacemos nosotros con la violencia, con ese corazón cortado? Y también con ese proyecto que se apoyó en esa traición y esa violencia, y que se plasmó en el sistema que nos rige hoy. Yo quería decir ‘qué hacemos con esto: ¿lo tiramos? ¿lo digerimos?’. Y es una cosa ambigua, yo no sé qué haría con el corazón de Pinochet si lo tuviera a mano”.

En cuanto a los lugares geográficos donde transcurre la acción, ¿por qué los escogiste? Tenemos Valparaíso, Estados Unidos, Grecia…

“Valparaíso tenía que ser la locación principal porque los transplantes se hicieron ahí. Mis amigos escritores de Valparaíso se quejan de que los santiaguinos van y hacen literatura extractiva del puerto, pero yo digo que eso ha estado pasando desde siempre en la literatura chilena. Además, la extracción está hecha con mucho cariño, yo amo Valparaíso. Al escribir tenía muy presente la imagen de los incendios, como está constantemente rodeado de ellos, desde el incendio de la población Gómez Carreño hasta ahora. Entonces me dicen ‘claro, sí po, Valparaíso siempre son los incendios, siempre son los terremotos’. Ahora, el personaje de Pedro Luna vive en La Matanza simplemente por el nombre del pueblo. Hay muchos que se llaman así en América Latina, siempre me he preguntado por qué le ponen Matanza de nombre a un pueblo, qué tiene que haber pasado ahí antes para que le digan así. Minnesota aparece porque ahí fue donde Barnard hizo su práctica de cirugía, y también porque ese lugar me permitía congregar a otros personajes, como la historiadora cuica que me da la oportunidad de hacer una especie de cirugía de la lengua chilena, para que se oiga lo que realmente se oye. Ella es una especie de contraparte de la Zunka en la cuestión del idioma. Hay varios momentos en que se problematiza el lenguaje y la tradición literaria, y los distintos escenarios permiten hacerlo de modos diferentes”.

Esa reflexión sobre el lenguaje, a través de la historiadora, es una parte bien memorable del libro, porque la imitación de registro es súper verosímil y a la vez muy graciosa. ¿Esa idea se te ocurrió especialmente para la novela?

“Siempre me ha llamado la atención el asunto de los distintos acentos en Chile, particularmente de clase. Cómo se ubica la gente con respecto a su clase social. Me crie en San Miguel, muy cerca de La Legua, y había un tío que una vez trajo, de Arica, que era puerto libre, una grabadora, y con mis hermanos inventábamos radioteatros, hacíamos efectos de sonido, banda sonora, todo bien bonito. Al escucharlos, años después, nos dimos cuenta de que decíamos, por ejemplo, ‘los están tirando fleshas’, pronunciábamos la ‘sh’. Y después eso va cambiando, en el colegio, en la universidad, uno cacha que tiene que cambiar su manera de hablar, está esa estratificación social tan fuerte que se manifiesta hasta en eso. En el liceo y la universidad tuve contacto con gente de otras clases sociales y siempre me causó entre gracia, risa y molestia el habla chilena que está visto como de la clase alta, para la cual pronunciar la ‘ch’ como ‘sh’ es lo peor que te puede pasar. Entonces, para no caer ni por casualidad en eso, extreman la pronunciación y dicen ‘ts’, como Tsile (dice entre risas). Y hay ciertas cosas que comparten también con el habla campesina. En el campo y en la clase alta no se dice falda, se dice pollera; no se dice rojo, se dice colorado; no se dice lentes, se dice anteojos. No es coincidencia, porque nuestra oligarquía es de campo, rural. Además, en boca de esa historiadora cuica aparece algo que me parece importante decir acerca de Chile. Octavio Paz escribió un libro sobre México que se llama El laberinto de la soledad. Y la palabra soledad aparece también en Cien años de soledad. Y lo que la historiadora menciona en su cátedra medio demente sobre los chilenos es lo que ella llama ‘nuehtscha ineluí-ule soleá’, entonces ella articula la experiencia de la soledad, que compartimos como latinoamericanos y que se refiere a un quiebre inicial, a la ruptura violenta de los que nos podría vincular. Es la soledad desolada de Violeta Parra en ‘Run Run se fue p’al norte’”.

La conexión entre estos temas que acabamos de hablar no es obvia: la soledad, la violencia, el trauma de Chile que no se digiere y el corazón. Suena complejo el proceso de unir estos temas en un solo libro, pero funciona. 

“Sí, en cierto momento pensé que eran varias novelas. Por eso no la dividí en capítulos sino en libros, ‘Libro Uno’, ‘Libro Dos’, que respiran, digamos, con un sístole-diástole en común, pero que son cosas separadas. En cierto momento tuve que hacer el esquema, porque como te decía, yo trabajo de manera bien orgánica, por no decir caótica, pero de repente me llegó el momento de decir ‘a ver, qué está pasando’, y ese esquema dibujado quedó parecido a la estructura de un corazón. Eso me alentó a suturar los momentos en que había conexiones. Hacer que fluyera este material narrativo de las distintas partes del corazón, de un lado a otro. Y lo que hace el corazón es que recibe la sangre impura, sucia, lo que sería el pasado, la violencia, y la manda a purificar, y después esa sangre la envía al resto del cuerpo para que circule y se ensucie de nuevo. Me pareció que había algo ahí, una especie de volada, pero esa es la literatura de repente”. 

Bueno Roberto, te agradezco mucho tu tiempo. Para terminar, como estudiante de doctorado no puedo no hacerte esta pregunta. Tú eres profesor en Haverford College, en Estados Unidos, y dijiste en una entrevista hace poco que estás “decepcionado de los papers y las conferencias”. ¿Me podrías contar de qué se trata esa decepción?

“Muchas veces le estamos escribiendo a nadie. Me carga echarle la culpa de todo al neoliberalismo, porque encuentro que la crítica se queda en eso, pero es cierto que se ha impuesto una comodificación, hay sistemas de recompensa que son de pago por paper, o sea, se ha distorsionado el quehacer intelectual hasta hacerlo casi irreconocible. El acceso a los artículos, por ejemplo, está monetizado. Además, dentro la de la misma academia, hay demasiada tolerancia con comportamientos poco éticos. Hay mucho plagio que pasa piola. Pero lo que más me molesta es esa especie de aceptación acrítica de lo recibido. Uno piensa que el espacio universitario es de reflexión, de pensamiento crítico, sin embargo, en cierto momento vi que predominaba el acomodo, estar a la moda. Si no usabas la teoría literaria francesa, o lo que fuera que estuviera en boga, no te publicaban. Yo leo teoría, me formé en la sociología de la Escuela de Frankfurt, pero de repente vi que como profesión estábamos haciéndole reverencias a la teoría en desmedro del rigor y de la comunicación. Y en las humanidades estamos pagando el precio de haber cultivado ese oscurantismo de capillas y camarillas”.  

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Crédito de la imagen: Patrick Montero

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