Lydia Tár tiene lo que Joan Didion definió como carácter, esa capacidad de afrontar las consecuencias de nuestros actos, por muy polémicos e incomprendidos que sean. “Es como una especie de ley moral”, dice Didion en el ensayo Self-respect, it’s source, it’s power (1961), pero una ley entre uno mismo y el mundo.
Quizás, una de las gracias de Tár, dirigida por el cineasta estadounidense Todd Field, es que se adentra en este universo de preguntas sin dejar nada muy resuelto. Podemos especular hasta qué punto la protagonista está siendo sincera con ella misma, y con los otros, o bien si está intentando preservar a toda costa la imagen que el mundo tiene de ella. Pero nunca lo sabremos completamente, así como tampoco qué hay de verdad y qué hay de mentira en estos tiempos de redes sociales, donde todos juegan a ser un personaje.
Lydia Tár, interpretada por Cate Blanchett, es una aclamada directora de orquesta que ocupa uno de los puestos más codiciados en el mundo de la música clásica: la Orquesta Filarmónica de Berlín. Su carrera profesional es un sinfín de logros que el director muestra con detalle en la primera escena de la película. Tár es entrevistada por un periodista sobre sus nuevos proyectos, particularmente sobre el desafío de dirigir la V sinfonía de Mahler junto a la Filarmónica de Berlín: la última pieza que le falta interpretar junto a esa orquesta.
Además de este trabajo, Tár enseña de vez en cuando en alguna universidad, está a punto de lanzar un libro de memorias, vive en una hermosa casa con su mujer y su hija, y posee un departamento para ella sola donde se puede sentar a componer su propia música. Tár vive esa fama con elegancia, vistiendo trajes hechos a la medida.
Sin embargo, todos esos logros se ven empañados por intrigas y acusaciones de parte de una de sus ex aprendices, que se sugieren desde esa primera escena también. Mientras conversa con el entrevistador, una mujer de espalda a la cámara, de pelo colorín, la observa. Y aunque Lydia Tár se muestra déspota y segura de sí misma durante todo el filme, en su fuero interno siente remordimiento e inquietud. Al mismo tiempo que vemos sus logros, observamos su impaciencia y su paranoia con una especie de tragedia que se aproxima (algunos críticos incluso han planteado que todo puede ser un sueño de la protagonista).
Podemos convenir que no estaba completamente a gusto con sus propios términos, como plantea Joan Didion, que había caído en otra forma de autoengaño y falta de amor propio. Sin embargo, ¿cuál es el engaño? ¿se siente culpable por el destino de Krista? ¿o está empeñada en proteger algo más? Hay algo que no cuadra en su vida y el director se encarga de llevarnos precisamente a esos detalles. Por algún motivo se despierta en la mitad de la noche persiguiendo sonidos desconocidos, por algún motivo escucha gritos mientras corre, por algún motivo sigue a la chelista por un edificio derruido. No hay goce cuando está sola frente al piano, ni suficiente inspiración para terminar su partitura.
Si hay algo con lo que Tár está comprometida es con preservar la imagen que ella ha construido de sí misma. ‘Everybody is a fucking robot’, repite y repite una y otra vez cuando surgen las primeras dudas de sus colegas sobre su comportamiento con otros aprendices. Ella parece reclamar el derecho que tienen los artistas de atravesar ciertas barreras; que arte y pasión pueden ser, y son, una misma cosa. Por eso decide seguir hasta el final con la defensa de ella misma, tirándose incluso encima de uno de sus colegas cuando se entera de que ha sido reemplazada. En ningún momento titubea, ni confiesa que ha mandado correos electrónicos para desfavorecer a Krista. Ella persiste, y eso puede ser considerado “carácter”.
No obstante, el personaje también es un poco cínico. Toma decisiones de las que después se queja. Como cuando Francesa, su asistente de confianza, decide dejarla después de enterarse de que ella no la ha elegido como sucesora de Sebastián. Lydia corre en su auto, reclamando ‘two-faced little bitch’. A los estudiantes les dice que obra y maestro no tienen nada que ver, que al evaluar a un músico solo importa la técnica; pero cuando le toca evaluar a la solista de Chelo se deja llevar por sus pasiones. Ella es fiel a la imagen que ha construido de sí misma, a la Tár apasionada y poderosa. Incluso cuando su propia vida como artista muestra signos de debilidad.
Quizás el mayor autoengaño es justamente el de ella como artista. El propósito, la dirección del corazón, que es el significado de la palabra Kavanah a la que se refiere al inicio de la película (lo que aprendió de su maestro Leonard Bernstein) es poco claro. Solo con Olga, la chelista invitada a la orquesta, parece que una cierta chispa se ha encendido, y que ella disfruta de verla tocar en su departamento, tan apasionada. Tan libre.
Tal vez en el fracaso, Tár ha recobrado algo después de todo. En una de las últimas escenas, vemos a una emocionada Cate Blanchett que regresa a su casa de infancia. Observa viejas grabaciones musicales. En pantalla, el director de orquesta dice: Music is movement, and that movement can tell us more about the way we feel than a million words can. Ella llora por primera vez. Luego, en un encuentro con quien creemos es su hermano, nos enteramos de que su nombre es Linda, no Lydia. Él le dice: Demasiados cabos sueltos, tienes que admitir. Pero parece que no sabes de dónde diablos vienes, ni a dónde vas.
“El autoengaño sigue siendo el engaño más difícil”, dice Joan Didion. Y, cuando ya no hace falta seguir manteniendo el personaje, ella decide irse a Asia, demostrando que la música (o el personaje) significan algo después de todo. En su estrepitosa caída, Tár ha recobrado una cierta dignidad. Incluso si es una villana, ha llegado a un acuerdo con sus propios desaciertos y puede vivir con ello. “Como Jordan Baker, la gente con amor propio tiene el coraje de sus errores”, dice Didion. Las interpretaciones quedan abiertas.
Photo Courtesy of Focus Features