Megalópolis Francis Ford Coppola

¿Qué tiene «Megalópolis» que logra provocar a pesar de sus defectos?

Algo tiene la última cinta de Francis Ford Coppola, Megalópolis (2024), que a pesar de no recibir buenas críticas desde su estreno en Cannes, ha despertado un debate sobre el futuro de Hollywood y el rol que debiesen tener los cineastas frente a los retos que aquejan a la humanidad. Puede ser pedirle demasiado a un filme, pero eso es justamente lo que Coppola buscaba con su autofinanciado proyecto: proponer una discusión sobre el futuro de un país que a ojos de muchos se encuentra estancado y en crisis. No es solo Estados Unidos, la humanidad entera parece estar perdida, en medio de las revoluciones tecnológicas, el cambio climático, el consumismo y la guerra, y en la historia de Megalópolis ese es el tema central.

Haciendo un paralelismo con la caída del imperio romano, Coppola, director de clásicos como la saga de El padrino y Apocalypse Now, propone un mundo de decadencia, excesos y descontento social, en donde la elite se encuentra dividida y perdida respecto al destino de su nación. Esta Nueva Roma es muy similar a la ciudad de Nueva York y tiene elementos del imperio romano en su estética y arquitectura. En este escenario, vemos a un alcalde con bajo respaldo popular, llamado Cicero (Giancarlo Esposito), un banquero con fuerte influencia en la política (interpretado por Jon Voight) y un arquitecto y visionario llamado César Catilina (Adam Driver), que busca construir una ciudad del futuro, Megalópolis, en donde todos puedan vivir en armonía y bienestar. Sustentado en una nueva tecnología llamada Megalón, César, el protagonista de esta historia, intentará convencer a sus adversarios de que este es el único camino posible. A Cicero se sumará como rival su propio primo, Clodio (Shia LaBeouf) quien aspira llegar al poder con claras estrategias populistas. A los personajes masculinos se suman Julia (Nathalie Emmanuel), hija del alcalde y socialité de esta Nueva Roma, que desde las primeras escenas se siente atraída por César y al final jugará un rol importante en tender puentes entre el protagonista y su propio padre.


El guion suena bien y, en principio, hay muchos temas de Megalópolis que lo hacen un filme interesante. Hay guiños a la industria del entretenimiento, con escenas de un pomposo concierto que bien podría ser el de Taylor Swift. También a la superficialidad de la prensa, con una reportera de economía, Wow Platinum (Aubrey Plaza), más preocupada de asegurar su cuota de poder que de informar a la ciudadanía sobre los excesos de la elite. Esta misma es retratada como superficial e individualista, muy desconectada de lo que pasa fuera de su burbuja.


Todo eso es interesante de ver. Sin embargo, algo pasa con la narración o el montaje que la idea no termina de convencer. Ni el idealismo de César ni las intrigas o la pasión entre los protagonistas logran traspasarse completamente al espectador. Hay momentos altos, como cuando hay rabia en las calles o cuando César es interceptado en un intento de asesinato. Hay otros, como el final, que se sienten poco contundentes para la osadía que había planteado el director. En suma, es como un mix de momentos altos y bajos.

El autofinanciado proyecto de Francis Ford Coppola tuvo un costo de $120 millones de dólares y es una idea en la que el director estuvo trabajando por más de 40 años.


Una explicación a ello puede ser la integración del elemento fantasioso en el filme, el que ocupa un espacio importante. Hay escenas más oníricas y de ciencia ficción, donde los poderes de César tienen un rol importante. Su principal talento es el de detener el tiempo y esto lo vemos desde el inicio de la pelícua (y en uno de los trailers), en un ejercicio de libertad creativa de Coppola. Hay muchos de esos elementos ficticios en la película también y quizás por eso el intento de abordar de manera más realista la trama quedó algo truncado.


A pesar de eso, Coppola tiene sus méritos y eso es lo que muchos críticos están argumentando. Conocido por ir contra la corriente en Hollywood, le conceden el riesgo de hacer algo distinto. En palabras de Ross Douthat en el New York Times, su esfuerzo “por estar a la altura del momento, por decir algo importante sobre los Estados Unidos (…), de una forma a la que relativamente pocas películas contemporáneas aspiran”. En el mismo sentido apuntaba la crítica de David Ehrlich en IndieWire, con un titular que decía que “el sueño salvaje y delirante de Francis Ford Coppola inspira nuevas esperanzas para el futuro del cine”.

Al final, es cierto que lo que el cineasta buscaba era hacer eco de la complacencia del mundo actual, sobre todo de la elite, frente a las urgencias que enfrenta la humanidad. Podríamos deducir que Coppola le está hablando a los artistas que, como César, tienen el don de detener el tiempo e imaginar futuros posibles. Se entiende que esté pidiendo más de la industria. Pero aún así me quedo con algunas preguntas, especialmente con el simbolismo de las alturas, que está tan presente en el filme y es donde habita César. ¿Cómo un creador que vive en las alturas puede conectarse con lo que desean las personas del futuro? ¿No estaremos cayendo en un capricho voluntarista de los poderosos o de los genios (Elon Musk es un ejemplo) que creen saber lo que necesita el ser humano? ¿Será que Coppola está haciendo estas críticas a los ejecutivos de Hollywood también o son cuestiones que no consideró?

Tal como dijo a Rolling Stone: “Esta película no curará nuestros males. Pero creo sinceramente que lo que nos salvará es (…) hablar del futuro”.

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