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Simón López Trujillo: “El potencial político de una obra literaria está en su capacidad de construir un tiempo para pensar”

Si hablamos de distopías, el enemigo más temido por estos días no viene de otro planeta ni de un laboratorio, sino que está escondido en el suelo, en las plantas y en el aire. Desde hace algunas semanas la serie The Last of Us (2023–) de HBO, basada en el videojuego del mismo nombre, nos muestra el ocaso de la humanidad a causa del hongo Cordyceps capaz de poseer a los infectados y ponerlos en modo zombie; en El vasto territorio (2021), la novela del joven escritor chileno y licenciado en filosofía Simón López Trujillo (28), es el hongo Cryptococcus gattii, de “proceso de asimilación similar” al del show televisivo, el que, ayudado por el monocultivo de pinos y eucaliptos instalado por las empresas forestales en el sur de Chile, amenaza con dominar a los humanos.

“No he visto la serie todavía, pero hasta donde me enteré también funciona con esta idea de infecciones de hongos. Es entretenido, pero también cuando estaba haciendo la investigación para la novela me topé con un par de cosas que trabajaban con ficciones sobre la capacidad de estos hongos de expandirse y tomar posesión de los humanos, que de cierta forma tiene que ver con todo un movimiento que ha habido en los últimos cinco años de prestarle mucha más atención al mundo fungi, y de reconocer las particularidades que tiene como reino, lo extremadamente inteligentes que son los hongos. De hecho, hay estudios que dicen que es más cercano al reino animal que al vegetal. La metáfora de lo vasto en el libro se nutre de esta idea de una inteligencia mayor a la de los seres humanos como individuos, y recoge un poco esta idea de la interconexión de los bosques por debajo, que tienen sus raíces gracias a los hongos y todas estas uniones micorrizales [el vínculo entre un hongo y las raíces de una planta]”.

El vasto territorio, la primera novela publicada de López Trujillo, con la que obtuvo el Premio Municipal de Literatura de Santiago 2022, se desarrolla a través de dos historias paralelas: la de Pedro, el humilde trabajador de una forestal que vive en Curanilahue junto a sus dos hijos, el rebelde adolescente Patricio y la pequeña Catalina; y la de Giovanna, la bióloga y estudiante de doctorado cuya tesis predice el fenómeno que lleva a Pedro a convertirse en un predicador cuya voz parece venir desde el reino fungi.

¿Qué significó para ti ganar el Premio Municipal y cómo te has sentido con la recepción de la novela en general?
“Es un tremendo honor, porque lo han ganado escritores que admiro mucho, como María Luisa Bombal y Carlos Droguett. Y también es bonito, porque le da un nuevo impulso al libro. Me topé con lecturas que rescataban lo que a mí más me interesa, el trabajo con la forma de la novela, con el registro poético, con la capacidad de la literatura para utilizar el lenguaje de una manera a la que no estamos acostumbrados, y varias personas me comentaron que entraron a la novela por ese lado. Fue súper lindo que no solo se quedaran con lo temático. También estoy bien contento porque estoy haciendo gestiones para que este año, posiblemente en el segundo semestre, se publique por fin fuera de Chile, en España y en Argentina, entonces va a tener un nuevo ciclo”.

¿Cuál fue tu motivación principal para escribir esta novela e imaginar esta distopía? “La idea surge a partir del hongo Criptococcus gattii, uno de los pocos hongos patógenos que puede generar la muerte y que produce afecciones cardiopulmonares, pero la particularidad que tiene

es que es endémico del eucalipto, y eso gatilló en mí como, ‘uy y si esto pasara en Chile, donde tenemos una superficie forestal de millones de hectáreas de plantaciones de eucaliptos y pino’. Pero también esta idea es una excusa para investigar más sobre este tema, porque si bien todos sabemos que las forestales producen sequías e incendios, fue como ‘ok, cómo lo hacen, cuál es la relación real entre las forestales y el pueblo mapuche’. Quise investigar todos esos temas”.

O sea que abordar el tema de las empresas forestales estuvo en tu cabeza desde el inicio.
“Me interesaba mucho explorar las diferentes violencias presentes en el sur de Chile: una es la violencia hacia la naturaleza, con las forestales como productoras de sequía y deforestadoras del bosque nativo; y la otra es la violencia que producen para la experiencia vital de las personas que viven allí. Hay un libro que recomiendo, Chile necesita un nuevo modelo forestal, publicado por LOM, que señala que el modelo de las grandes forestales produce pobreza en los lugares donde se instala. Por ejemplo, en Curanilahue, donde está ambientada la novela, una comuna donde más del 90% de la superficie son plantaciones forestales, se ha generado un aumento en la pobreza y en el alcoholismo. Y ahora lo que se está quemando son todas las plantaciones forestales en el sur de Chile. Y si bien en la prensa se habla de que esto es consecuencia del cambio climático, no es solo eso. Lo que naturaliza estos incendios y normaliza la muerte de los trabajadores es un modelo forestal con el que el Estado ha sido cómplice en diferentes gobiernos. Las concesiones se mantienen, las ganancias de estas forestales se mantienen, entonces hasta que no se ponga freno y se trate de hacer un plan más regulado, esto va a seguir ocurriendo”.

En tus respuestas y en el libro mismo queda claro que hiciste un arduo trabajo de investigación para poder escribirlo. ¿Cómo fue el proceso de definir qué cosas tenían espacio en la novela y cuáles no?
Hay una separación tajante entre lo que uno investiga para aprender y lo que uno mete en la novela. Algo que le agradezco mucho a mi editora, Paz Balmaceda, es que me ayudó a separar eso: que por un lado está la ficción y por el otro lado está la investigación, y en la ficción lo principal son dos cosas, una es preservar el tono; y otra es que hay que aprender a respetar al lector. Hay textos que subestiman al lector, pero a mí me interesa pensar que estoy escribiendo para un lector más inteligente que yo. Eso es un poco lo que ocurre con las notas al pie en El vasto territorio, donde básicamente hay otra narración que parodia al narrador omnisciente: sabe cosas que incluso esta voz principal no sabe. Esto es una metáfora de la propia literatura, porque, por ejemplo, algo que rescato de una autora mexicana que me gusta mucho, Cristina Rivera Garza, es que ella va contra la idea de autor y de autoridad, y explora la idea de comunidad, de desapropiación y de reescritura. A veces en uno resuenan imágenes y cosas influidas por otras lecturas, y mi novela en particular está todo el tiempo citando y parodiando cosas”.

Es interesante que menciones a Rivera Garza. Hace un tiempo leí su libro Había mucha neblina o humo o no sé qué, y pensándolo ahora, las intervenciones de Pedro el Vasto –Pedro, una vez que es poseído por los hongos– me hacen recordar al estilo de narración en ese texto, que toma una voz poética difícil de definir.
“Hay dos cosas que ella hace que me gustan mucho: una es que desmonta la división entre géneros, en algunos de sus libros es imposible generar esos cortes entre ficción, no ficción, ensayo; pero también hace algo que para mí es central, que es que son obras que piensan y que dan para pensar, que generan ese espacio que te opone una pequeña resistencia a entrar. Quiebra un poco las expectativas, te obliga a generar otro tiempo. Hoy en día, el potencial político central en una obra literaria está en su capacidad de construir un tiempo para pensar, más que en los temas que trata. Las obras de Rivera Garza lo hacen, y eso nos obliga a algo que es súper lindo, que es que cuando uno está enfrentado a la voz que está narrando, que es casi tomar prestada otra conciencia para que piense por ti, uno está generando un proceso cognitivo muy interesante, porque son de los pocos momentos en que hoy, cuando vivimos en un tiempo tan estimulado con imágenes, pasamos por una experiencia a veces improductiva: uno no puede calcular cuánto tiempo te va a demorar un libro, cuánto de este vas a procesar. Yo soy bueno para leerme libros hasta la mitad: si el libro me gusta mucho, o me da sueño –a mí me gustan hartos libros en los que el tono poético te adormece un poco–, o me dan ganas de escribir. Soy súper bueno para dejar libros tirados, y reivindico eso. Me interesa cuando una novela da para pensar, porque construye un tiempo propio y distinto, y eso solo se puede hacer con el lenguaje”.

A propósito del tiempo, ¿me podrías contar cómo fue, en la práctica, el proceso de escribir tu novela?
“Me ha costado entender que los tiempos de la escritura te exceden, que no los puedes calcular de antemano. Uno cree que tiene una visión total del libro y después te das cuenta de que falta todo un cerro por subir, uno necesita tener paciencia. Esta no es la primera novela que escribo, pero sí la que publico. El 2018 me gané el Premio Roberto Bolaño con una novela que llevo trabajando como seis años, que espero terminar este año, pero agradezco haberme demorado ese tiempo, porque es una novela en la que me costó mucho cuajar la forma. Cuando empecé a escribir El vasto territorio trabajaba en la Librería Universitaria, en el centro de Santiago, y me llevaba el computador a la pega, entonces en los ratos muertos empezaba a escribir, y me puse un tiempo, una rutina súper estricta de al menos tres o cuatro meses de todos los días abrir el documento de Word. Y había días en que avanzaba y días que no, pero al menos estaba en relación constante con el libro. Guadalupe Santa Cruz tiene una cita preciosa que dice “yo no escribo, hago jardines”, que tiene que ver con una relación mucho más orgánica con la escritura, con que uno deja semillas que van creciendo: uno no puede apurar que una planta crezca. Cuando empecé a trabajar este libro fueron meses súper intensos de tratar de que la novela habitara lo más posible mi cabeza. Leí un montón de textos afines. Hay una tradición sobre el realismo social súper fuerte en Chile que me parece muy valiosa, en autores como Marta Brunet, Manuel Rojas, Carlos Droguett, que trabajan con textos sobre trabajadores. Pero también en paralelo leí mucho sobre forestales y hongos. Y eso iba cuajando de a poquito los personajes”.

¿Nos puedes contar un poco sobre esa novela que esperas terminar pronto?
“Claro. Es un libro que aborda la historia de Jemmy Button, un hombre yagán que en 1830 fue secuestrado por Roy Fitzroy, el capitán del Beagle, y fue llevado a Inglaterra para participar en un experimento pedagógico que trató de convertirlo, a él y a otros fueguinos, a la civilización inglesa. Fueron como celebridades, tomaron té con la reina, etc. Luego los devuelven a Tierra del Fuego, en el viaje donde va Darwin a Latinoamérica, y los dejan ahí con la esperanza de que se vuelvan traductores para las futuras misiones colonizadoras inglesas, y lo que hace Jemmy Button, para sorpresa de Fitzroy, es tratar de volver a su cultura. Lo que yo intento hacer es una versión contemporánea de esa historia, donde Jimmy Button –no Jemmy– es un yagán estudiante de arte que está en el primer mundo, y en la parte principal del libro, que es una especie de novela de formación de este artista, él le escribe mensajes a una amiga que está en Tierra del Fuego, contándole su experiencia. Otra parte trata sobre el viaje de investigación de un joven escritor que va a Puerto Williams, donde vive la comunidad yagán actualmente, e investiga el litigio que tienen con las salmoneras y todos los procesos de reivindicación identitaria de la cultura yagán como mecanismo de defensa territorial”.

Se nota un interés de participar de la discusión política con los temas que presentas en tus textos, como el cuidado del medioambiente y los derechos de los pueblos indígenas. ¿Son estos temas tu mayor motivación para escribir novelas?
“No, para mí tiene que ver con ideas. Una novela implica tanto tiempo que tienes que comprometerte con una idea que valga la pena, que te den ganas de estar investigando, leyendo y escribiendo al menos un par de años. Estas dos novelas tienen que ver con cosas que son contingentes, pero también me gustan las novelas que trabajan en un sentido más subrepticio. Me interesa mucho la literatura como un espacio para pensar, tanto para uno como escritor, como un espacio para aprender, pensar y cuestionarse lo que uno cree que sabe, y también para el lector. Me gustaría que mis obras ayudaran a mostrar la importancia y la complejidad de la vida misma. Si eso toca temáticas sociales o no, depende del azar. Me importan las problemáticas como estas, que si uno las enmarca en grandes ámbitos, claro, tienen que ver con los pueblos indígenas y con el medioambiente, pero me interesa el debate en torno a eso, remover categorías que parecen súper generales, como ‘pueblos indígenas’, que pareciera ser universal, pero que es súper cuestionable. Hay una cita muy buena de Claudia Zapata Silva, historiadora chilena que trabaja con movimientos políticos indígenas de América Latina, donde dice que el pueblo mapuche y el pueblo maya no tienen nada que ver en términos culturales, y no tienen por qué tener que ver, pero en términos de sus relaciones con los Estados en Latinoamérica y sus luchas, claro, ahí podemos hablar de una similitud. Quiero ir contra esos supuestos, de que uno habla de indígenas y son todos lo mismo. Quiero reivindicar las diferencias en las propias comunidades y utilizarlas para pensar”.

En la novela de destaca la idea de la interconexión entre los hongos, de este cuerpo comunitario que conforman. ¿Es esta una metáfora de la comunión que plantean muchos pueblos indígenas entre sus comunidades y el mundo natural?
“Es una vinculación que me pareció en un momento que se podía hacer, pero me pareció tan general… El discurso de lo sustentable, de la biodiversidad, si uno mira, por ejemplo, el Instagram de Forestal Arauco, @arauco.renovables, ellos lo tienen. Y esa idea es un producto, de la misma forma que la idea de naturaleza, como la entendemos, es algo que emerge con el desarrollo del capitalismo. A mí me interesa disputar esas categorías. Si hay un valor hoy día es poder detenerse y pensar con calma. Todo está demasiado rápido, estamos exigidos en todas partes a tener opinión de todo y nadie se da el tiempo de pensar. Por ejemplo, me interesó que Pedro, quien es víctima de la labor de las forestales, no fuera parte de la comunidad mapuche. Me gustaba no generar este binarismo entre forestales y pueblo mapuche, que es lo que uno suele ver, sino tratar de abordarlo desde la perspectiva de un trabajador forestal, que es alguien que vive en el mismo territorio y que tiene que lidiar con la violencia de las forestales todo el tiempo, pero que también trabaja para ellas, porque no tiene otra forma de subsistir. Quise abordar esos personajes complejos”.

Una característica que me llamó la atención en Patricio, el hijo de Pedro, es su agresividad. ¿Cuál es la raíz de esta característica?
“Patricio es un personaje que iba a ser más secundario y me fui enamorando de él. En un principio lo quería hacer súper violento, un hermano de mierda, y de repente empieza a emerger esa ternura con la que él se hace cargo de Catalina. También Patricio tiene algo que me interesa mucho, que es hijo de un trabajador forestal, de un campesino, pero es un tipo con una mirada súper compleja, que inventa todas estas explicaciones naturales sobre lo que le está pasando a su padre. Su mirada es un poco un refrito de Baruch Spinoza, que es un filósofo muy citado en la novela: todos los fragmentos de Pedro el Vasto son citas del Tratado de la reforma del entendimiento, reescrito una y otra vez, y a veces combinado con Juan de Espinosa Medrano, un poeta peruano barroco del siglo XVII. La combinación de todo eso generó una textura súper rara, barroca y abstracta, que proviene de la visión de Spinoza de que no hay separación entre Dios y la naturaleza. Todo eso está en la cabeza de Patricio, lo que me permitió generar una visión no panfletaria del trabajador forestal, ir en contra del reparto de lo sensible, en palabras de Jacques Rancière, y no asumir que el trabajador tendría que ser violento o bruto, ni que un personaje de clase alta sí podría pensar. Quise quebrar esas categorías, porque yo creo que en Chile las mayores figuras intelectuales vienen de lo popular: Gabriela Mistral, Violeta Parra, Raúl Ruiz, Manuel Rojas… una lista enorme. Discúlpame, pero en Chile no tenemos aristocracia intelectual”.

También es interesante que el discurso de Pedro el Vasto sea rodeado por este grupo medio religioso, medio de secta, que explota sus capacidades. ¿Por qué decidiste rodear al representante del reino fungi con estas personas?
“Ahí fue un poco cuando la ficción agarra la moto y se va, como no limitar la imaginación. Claro, era una especie de parodia a la iglesia evangélica, que es enorme como presencia en todos los territorios. O sea, uno lo ve hasta en el sitio más remoto del campo chileno. Son espacios de poder y de delirio a veces, donde, por un lado tienen mucha influencia en ciertas comunidades, pero también tienen un tremendo poder político, porque están vinculados con el dinero. A través de esto también quise explorar la experiencia religiosa, que es algo que en la novela está súper profundo: todos los personajes buscan la comunión con algo mayor que ellos. El discurso de Pedro el Vasto es eso, lo vasto. Uno necesita comunicarse con algo mayor y eso es algo que nos pasa a todos, creyentes o no. Incluso la literatura para mí también opera a veces como un sentimiento medio religioso, como de no sentirte solo ni cuando escribes ni cuando estás leyendo, sino que estás nutrido de una constelación de autoras y autores, que nutren lo que estás haciendo, que nutren como estás pensando, y eso te permite sentirte parte de algo. Los personajes están en un espacio de reflexión en torno a eso”.

Por último, una de las fortalezas del libro son los pasajes en los que se comunica el flujo del pensamiento de los personajes. ¿Cómo desarrollaste esa habilidad narrativa?
“Para mí eso es algo bien importante. Para ese trabajo con el lenguaje me interesaron dos autores a los que les debo mucho. Uno es Carlos Droguett, autor chileno que ahora está siendo un poco más leído y releído. Si alguien no ha leído Patas de Perro, por favor vaya, cómprela y léala.. es impresionante. La otra es Alia Trabucco, a quien admiro muchísimo, y que su novela La resta fue súper importante para mí, porque uno de los personajes está escrito en un estilo súper droguettiano, lo que tiene que ver con dos cosas: la potencia de la literatura cuando confías en la imaginación, en el ritmo y en el lenguaje; y con la importancia de leer en voz alta al editar, porque te permite conectarte con la musicalidad, con algo que surge y que no sabes de dónde viene, pero quieres dejarlo así. Eso para mí tiene que ver con la experiencia poética. Yo soy mucho mejor lector de poesía que de narrativa, y por harto tiempo solo escribía y leía poesía. Lo que más me gusta de eso es cuando te topas con cosas que ni siquiera sabes por qué te gustan, pero entran de una forma, primero musical, rítmica y sonora, y luego entra la imagen, y luego entran un montón de cosas, pero es ese trabajo casi musical del lenguaje lo que guía todo eso”.

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