La voz de Rafael Gumucio se ha escuchado y leído de las más diversas maneras. En sus columnas, que actualmente son publicadas por Ex-Ante; en sus guiones de televisión, como los del recordado “Plan Z”; en sus participaciones en radio, por estos días en radio Pauta; y en un sinfín de otros formatos, pasando por textos periodísticos, teatro, stand-up comedy, cine, el aula universitaria –en la UDP– y, por supuesto, la literatura, con títulos como Memorias prematuras (1999) y El galán imperfecto (2017). Los parientes pobres (Penguin Random House, 2024) su más reciente novela, vuelve a multiplicar la voz del escritor, ya que narra la historia desde múltiples puntos de vista, primero en un chat cómicamente reconocible que reúne a once hermanos, y luego en la voz de otros personajes, como Emilia, la hija de uno de ellos. La historia comienza con el drama de una familia acomodada chilena cuyo padre, quien sufre de una especie de demencia terminal, ha comenzado una relación amorosa con su hermana, también en las últimas. A partir de allí, lo que leemos es principalmente la comunicación entre los hijos de este padre, quienes se enredan dilucidando qué hacer con su papá debido a conflictos de larga data y sus distintas maneras de ver la vida, en un relato que combina muy bien el drama y la comedia.
¿De dónde nace la idea de escribir Los parientes pobres?
“El concepto de los parientes pobres no es mío, es bastante antiguo. Estuve haciendo una pequeña averiguación y claro, está el precioso artículo de Charles Lamb que se llama ‘Parientes pobres’, y hay una parte de La comedia humana, de Balzac, que también se titula así. Entonces, es un concepto que existe dentro de la literatura, que es esta familia allegada, una familia rica pero que ha perdido dinero y que de alguna forma es una molestia para la familia rica, y que vive la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Esa idea me rondaba hace mucho tiempo. Lo que sí pasó es que pillé un chat de mi familia materna y ahí se me ocurrió la idea de hacerlo como un chat, y ahí nada me paró”.
El primer paso fue ese chat, tal como está en el libro.
“Claro, exactamente”.
¿Qué refleja la relación entre el padre y su hermana? Has comentado que el incesto es parte de la sociedad chilena.
“Sí, es una sociedad la nuestra en que somos muy pocos y estamos muy juntos, y todos muy apelotonados. Al mismo tiempo somos todos medio parientes, porque, al menos durante mucho tiempo, no entraba ni salía nadie. Hemos llegado a ser curiosamente parientes, y me parecía un buen tema. Sobre todo, también me parecía muy divertido empezar una novela que habla de una cosa horrible, muy prohibida, muy tremenda, y hacerlo de una manera que sea cómica”.
Hay muchos hermanos que están en este chat. ¿Cómo lidiaste con el desafío de incluir tantas voces?
“Eso era todo chiste, digamos. Yo quería hacerlo sin entrar en cosas pendejas como poner el nombre, o firmarlo… La gracia de esta novela, al escuchar las voces de los personajes, o la manera en que escriben, que piensan, es que van a reconocerlos. A veces hago algún ajuste para que sea adivinable, pero generalmente juego con que el lector pueda hacer esto. Eso me parece muy divertido, porque así al lector lo mantengo alerta, lo tengo obligado a estar concentrado, y él escribe la novela”.
La paternidad es un tema clave en el libro. ¿Qué representa la figura del padre?
“Sí. La verdad es que la novela entera es una discusión sobre la paternidad, sobre el hecho de ser padre, sobre las injusticias que eso requiere. Ser papá es siempre una cosa muy injusta y muy mala onda. Muy difícil. Entonces, todos nunca dejan de ser hijos”.
¿Puedes ahondar en la idea de la injusticia de ser padre?
“Es injusto. Obligas a alguien a vivir, a vivir pendiente de ti. Lo obligas a mirarte, a quererte, a adorarte, y eso es todo muy injusto. No hay libertad ahí”.
A propósito de este padre, sabemos de su pasado como artista, como alguien talentoso que pudo llegar más lejos.
“Me gustaba la idea del padre artista, porque el padre que tiene una vocación que no lo transforma en un ingeniero, en un médico, sino alguien que está también en una búsqueda un poco adolescente, un poco insegura, de incerteza. Me parecía muy interesante porque, al mismo tiempo, es tener un modelo de padre que es un creador, alguien incierto. Me interesaba esa doble lectura. Y es un padre que quiere que sus hijos sean artistas, pero se los impide al mismo tiempo. Esa contradicción me parecía muy interesante. Un padre más normal, patriarcal, con un sueldo fijo, me parecería difícil de explicar. Por lo demás, yo no tuve un padre así, así que no sabría cómo contar esa historia. Los padres que he tenido son siempre gente gitana, muy desordenada”.
La figura del padre es también interesante porque está en la última etapa de la vida, cuando no se puede comunicar, ni mover, ni sabemos si tiene recuerdos. ¿Por qué decidiste poner al padre en esa etapa de la vida?
“Así el padre en esta novela es indefenso, no puede hacer nada para defenderse. Todo el mundo hace algo con él y él no puede decidir nada, pero al mismo tiempo, extrañamente, logra hacer todo lo que quiere y destruirle la vida a todos los que lo rodean, y obligarlos a hacer cosas que no quieren hacer. Es una persona que se mueve cuando no tiene cómo moverse. Me gustó que la fuerza de este carácter sobrepase incluso su propia invalidez. Es sorpresivo”.
En el último tiempo se ha visto bastante la figura del adulto mayor en el cine y en la literatura chilena, con los problemas por los que están pasando.
“Bueno, es una cosa bastante lógica. La población chilena ha envejecido mucho, los padres llegan a ser muy luego abuelos, viven muchos años, digamos, y hay muchos años en que están ahí, esperando la muerte, con esta enfermedad terrible que es el Alzhéimer, así que es bastante lógico que así suceda. Y también creo que los ancianos son de una enorme utilidad para un novelista. Un novelista es alguien que trabaja con la memoria, con el recuerdo, y estas personas que pueden recordar o no, o que están olvidando, o perdiendo la memoria, son siempre un motor y una ayuda muy importante para viajar al pasado. Me llama la atención que cada vez hay más. Está Maite Alberdi, pero también la novela El bosque quemado, de Roberto Brodsky. Hay muchas y muy distintas”.
Hay una parte hacia el final de la novela en que habla Emilia (hija de Raimundo, uno de los hermanos) y dice que su tío Rubén “es viejo, es decir, irremediable”. ¿Qué quiere decir esta oración?
“Es bastante lógica. Cuando uno es viejo es irremediable, no se puede mejorar. La vejez generalmente es eso, lo irremediable, lo que ya no se va a poder hacer. Si yo pierdo el oído, o la vista, no lo voy a remediar. Y también los actos de la vida tienen eso: lo que ya se hizo y lo que no se puede volver a hacer. Y lo que uno no fue, lo que no pudo ser”.
Has comentado también en entrevistas que usaste distintas voces en la novela, y que con eso te diferencias de lo común en la literatura chilena, la que describes como un espacio donde usualmente hay uno o dos personajes de una voz muy parecida a la del escritor. Dijiste que tú te puedes permitir esa variación porque ya tienes la edad para hacerlo. A tus 54 años, ¿qué implica que ya tengas la edad, y por qué se da lo de las pocas voces?
“Porque es difícil. Uno maneja solamente un registro, una voz, y las otras las desconoce, o las teme, o las detesta. Y yo creo que sí, la vejez me ha dado un conocimiento: yo conozco, escucho gente, veo a la gente. Muchas cosas que me parecían imposibles, o vulgares, o sin interés, o poco creíbles, la vida me ha probado que son creíbles, interesantes y que suceden. Cuando uno aprende eso se pone un poco menos presuntuoso. Ahora sí estoy abierto a que puede pasar cualquier cosa”.
Y esa capacidad de atención que describes sería algo que llega con los años.
“Por supuesto. También hay gente que nació así, como Raymond Radiguet, pero son ejemplos muy exiguos. Pero creo que también en Chile hay una dificultad para ver al individuo, para ver al otro, para la conversación con el otro. Siempre miramos a los otros como versiones de nosotros mismos, o de enemigos, gente que de alguna manera nos va a quitar algo. Como… hay una torta y hay cinco pedazos, y somos cuatro, entonces qué hacemos, y nunca decidimos separar el quinto pedazo en cuatro partes. Alguien se come el trozo del otro. Y bueno, me parece terrible, pero tampoco tanto, ¿no?”
Hace poco, en una entrevista que le hicimos a Diego Zúñiga, nos habló de que nota en las nuevas generaciones de escritores un desinterés por leer la literatura que no es del momento. También nos dijo que ve un interés mucho mayor en ser leído que en compartir lo que uno lee.
“Sí, hay una cosa un poco selfie, sí. Una escritura un poco para salvarse, o para ayudarse, o autoayudarse. Yo observo lo mismo y con mucha tristeza. Pero por otro lado observo que hay cada vez más gente que escribe. Y claro, de todos ellos no saldrán puros Borges, pero saldrá algo que valga la pena. Soy pesimista a ratos y optimista a otros. Me gusta que haya interés de escribir. Pero sí, mucha gente ahora toma la literatura como una especie de yoga, o pilates, mental. Bueno, mira, el mundo es libre. Y recordemos que los libros que leemos hoy, los clásicos grecorromanos, eran libros que tenían, no sé, 300 ejemplares, la mayor parte de las masas no leía ni escribía, entonces no estamos en el peor mundo posible. Estamos mal, pero no tan mal”.
¿Crees que sea posible corregir ese desinterés por los libros de otras épocas? Por Bolaño, por ejemplo.
“Por suerte, Bolaño ya dio todo lo que podía dar. Sí, bueno, quizá habrá otros referentes. Puede ser que no lean a Bolaño, o a Bombal, pero que lean mucha gente, no sé, de literatura fantástica. Algo pasará, ¿no? Soy bastante viejo para ser pesimista, es decir, para pensar que los talentos de hoy van a morir. Y al mismo tiempo soy bastante viejo para ser optimista, en el sentido de que… Mira, toda mi vida ha habido un escritor que yo considero bastante malo, que ganaba todos los premios, que todos pensaban que era un genio, y yo digo ‘pero si no lo es’. Y pienso ‘algún día lo van a descubrir’. Y siempre, al final, no dura. Dura un rato y se va, pero lo reemplaza otro. En cierta medida el imbécil está siempre, cambia de persona nomás, pero siempre está. Lo mismo pasa con los genios. Podemos ser pesimistas y pensar que estamos en un mal momento, porque yo creo que sí estamos en un mal momento, pero es porque la literatura se nutre de una cierta esperanza política, social, histórica, y si no hay ningún cambio histórico o político, entonces para qué escribir”.
Hay una parte en la novela en que Rubén menciona que en Chile todos hablan mal de todos, pero que al final eso no sirve de mucho, que él se dio cuenta de eso estando afuera.
“Bueno, en Chile todos hablan mal de todo el mundo. Lo que pasa es que Rubén tiene una idea de que él no es egoísta ni envidioso, pero por supuesto creo que lo es. Se supone superado, pero no le creo nada. Son pamplinas”.
¿Tienes un diagnóstico de por qué hacemos esto de hablar mal del otro?
“Vivir en un cajón al final de todo no te ayuda a sentir confianza por nada, digamos. La confianza tiene que ver con que uno ve gente, habla con gente, y no sucede nada. Para que tú tengas confianza en un barrio, tienes que caminar por él varias veces sin que te pase nada. Pero si vivimos en una ciudad tan segregada, es muy posible que uno pase por el barrio temido. Ahí hay una serie de políticas que se pueden hacer, pero yo no soy quién para decirlas”.
En ese sentido, ¿crees que lo que se da en la política, las constante discusiones entre los bandos, es un reflejo más de esa misma desconfianza?
“Sí, la desconfianza es algo muy… Las discusiones o las peleas entre políticos son comunes a toda democracia, y se parecen mucho. Pero la desconfianza, la idea de que todos me quieren estafar, que nadie quiere realmente hacer la pega, o hacer las cosas bien, eso sí es llamativo y divertido, pero terrible. La sensación de que en el fondo todos confabulan, y que en el fondo está bien ser así, pero no es verdad”.
Otro tema muy importante en la novela es el silencio. Está lo que no se habla del pasado, lo que no se le dice al padre, lo que las familias guardan al resto de la sociedad. Eso silencios que hay en la novela, ¿los ves también como algo identitario?
“Sí, las familias son nidos de silencio. Pero para estos personajes no es tan identitario, porque hablan todo el rato. Es más lo que no hacen, porque no hacen nada. Están todo el rato especulando sobre qué es lo que deben hacer con este papá, cuál sería el tratamiento más adecuado a su condición, y al final no sirve de nada. La solución que encuentran se las da la familia Barría, y termina pésimo, pero ellos mismos no hacen casi nada, salvo en la parte final. Generalmente están dedicados a hablar y tratar de salvar la situación, pero sin saber muy bien qué hacer”.
Has comentado que los personajes con los que más te identificas en la novela son las mujeres, los personajes femeninos. ¿Qué tienen ellas que te hacen sentir más cómodo con esa versión?
“En general yo me siento más cómodo con las mujeres que con los hombres, en cualquier circunstancia. Pero en el caso de la novela, tengo más que escuchar que cosas que decir. Los hombres somos muy simples y bastante concretos, cosa que me parece muy bien, pero a la hora de escribir novelas, claro… Tú sabes que Boccaccio decía que él escribía solo para las mujeres, esto en el siglo XV, y sigue siendo verdad hoy. Imagínate lo fuerte que es esta verdad que hasta el día de hoy dura”.
Y los cambios que ha habido en la sociedad, con los procesos de empoderamiento de la mujer, ¿han logrado cambiar al hombre? ¿hacerlo más sensible o receptivo?
“Yo creo que sí, hay un cambio de roles y una nueva manera de hacer las cosas, pero lleva bastante tiempo, por lo menos 30 o 40 años. Desde que la píldora se instaló, los roles y las necesidades han cambiado, a veces para bien y otras para mal. Ahora, hay muchos hombres que reaccionan, se mueven, pero en el fondo piensan lo mismo. Hemos visto ahora episodios de grabaciones entre abogados. Siguen hablando como en el colegio en los ochenta. Hay cambios importantes algunos, frívolos otros, pero no en el sentido de que la gente deje de hablar. Eso de lograr que las personas dejen de hacer chistes de no sé qué, es pan para hoy y hambre para mañana, digamos”.
Has hablado también de la resistencia a escribir ficción en Chile. ¿Crees que eso es algo que a las nuevas generaciones les interesa romper?
“Por supuesto, esto ha cambiado muchísimo, porque, primero, el golpe de Estado cambió las nociones de la realidad. Hay un antes y un después. Y yo creo que las influencias son cada vez más americanas, y ellos son los maestros de contar historias y de contarse historias también, entonces yo creo que sí, hay un placer y una necesidad de narrar que no existía antes. Hay una posibilidad. Igual es difícil, porque nosotros nos conocemos tanto, sabemos tanto unos de otros, que apenas sale algo que no es como yo pensaba, uno dice ‘mentira, no fue así’, como que nosotros fuéramos dueños de todos los cuentos, digamos”.
Otro aspecto de la literatura al que te has referido, como algo importante a considerar, es el humor. ¿Ves que actualmente se le esté dando la importancia que tiene?
“El humor es un pariente pobre, siempre. La gente lo quiere, lo necesita, cambia las cosas, pero al mismo tiempo, cuando llega, incomoda. Es difícil de juzgar, de tarifar, porque el humor es algo que tiene que salir de sorpresa, digamos. Entonces, cuando no hay sorpresa, cuando uno dice que va hacer algo para hacer reír, es más difícil lograrlo. Pero siempre ha sido un pariente pobre, siempre ha estado a punto de extinguirse. Ya no hay humoristas, y en los diarios y revistas hay cada vez menos dibujantes, aunque se hayan hecho sus blogs, pero para la persona común hoy en día no hay nada, eso es muy malo”.
En la Universidad Diego Portales tienes tu espacio para combatir eso.
“Sí, tenemos el Instituto de Estudios Humorísticos, que es como para decirle al mundo y a Chile, ‘oye, existe una tradición, una historia, personajes, algunos muy buenos, escuchémoslos, veámoslos’. Pero surgen. Todos los años estamos tratando de hacer un concurso y cada año pensamos que no va a haber premiados (con el Premio Nacional de Humor), porque hemos premiado a mucha gente, pero no, siempre hay una nueva forma de humor. Por ejemplo, el standup comedy, o en los memes, siempre hay una novedad”.
Dado eres el director del Instituto de Estudios Humorísticos, y que enseñas también en la Escuela de Literatura Creativa de la UDP, me interesa saber tu opinión sobre el momento de la educación en Chile. Se habla mucho de una gran crisis. ¿Tienes una reflexión al respecto?
“El tema central en Chile es que la educación y la cultura son dos cosas que están separadas. De hecho, están en ministerios separados. Y la verdad es que no existe educación sin cultura, y no existe cultura sin educación. No todo el mundo tiene que pasar por el colegio, no todo el mundo tiene que pasar por la universidad. Hay cultura, hay música, hay poesía, que está alrededor nuestro y que nosotros no vemos ni queremos ver. Una sociedad que es dirigida solo por entes universitarios se pierde mucho. A veces pasa eso con algunos autores; llegan, los alaban mucho y pierden la perspectiva de lo que les falta, lo que no tienen”.
¿Tienes la esperanza de que la cultura y la educación se junten?
“No. Imagínate, el Ministerio de las Culturas no se puede ir al de Educación, como alguna vez estuvo, digamos. Ahora se matan. No, pero quiero decir que hay muy poco empeño en lo cultural. Pero no en lo cultural como ‘La semana del poeta’, no, esas hueás no sirven pa’ na’, pero sí hay instancias culturales que son cada vez más difíciles no por la falta de gente inteligente, sino por la sobra de gente inteligente que está metida en una especialidad, como la antropología o la sociología, que no son especialidades admirables, para mi gusto. No lo encuentro muy útil”.
¿Ves alguna posibilidad de que la cultura tenga mayor cabida en el currículum escolar?
“El currículum del colegio es un desastre. Yo creo que deberíamos pasar a la simple y modesta idea de que la clase de castellano es una clase de lectura y redacción, de hacer ejercicios en torno a la lectura. Ahora, hay un problema, que es a qué hora, cómo, y quién hace leer a los niños”.
Por último, ahora hablando desde tu activo en los medios de comunicación, ¿cómo describirías el estado del periodismo cultural?
“Es un poco triste. Hubo una época cercana donde hubo mucho más, y nos pasó que nos cansamos de nosotros mismos. El estallido y la posterior pandemia, y el movimiento constituyente, la convención, nos hizo cabrearnos de nosotros mismos. Libros como los de Baradit, que no los encuentro nada buenos, que hablan de que Chile fue heroico en la guerra, o que se portó bien, impiden la reflexión crítica real de lo que sucedió. Muchas veces siento que está coartada la libertad de la curiosidad. Es un momento difícil en ese sentido. Nos transformamos en un animal muy domesticado, digamos. Así se llama el libro de Alejandra Costamagna, Animales domésticos. Todos son animales domésticos”.