Hay películas que ponen a los espectadores en aprietos. Que muestran lo que se supone que no queremos ver y de repente te ves colgado a la pantalla, hipnotizado por lo que está pasando y lo que puede que pase. Tardes de soledad, el primer documental del director catalán Albert Serra (La muerte de Luis XVI, Pacifiction), que se acaba de mostrar en el AFI Fest de Los Ángeles, es un ejemplo de ese cine, al enfocar en primer plano la tauromaquia, aquella actividad que comenzó hace varios siglos en España y que pone cara a cara, mano a mano, a un hombre y un toro, en un enfrentamiento que da garantías de espectáculo, pero también de sangre y muerte.
La película, ganadora de la Concha de Oro en San Sebastián, aborda en profundidad este último contraste, principalmente a través de la elección de planos cerrados, de la larga duración de muchos de estos, y del montaje, que a veces busca continuidad y a veces nos desorienta. Serra nos traslada al centro mismo de la plaza de toros, donde vemos al torero peruano-español Andrés Roca Rey, de ropas brillantes y ajustadas, desafiar a distintos toros, en imágenes captadas a lo largo de tres años. Lo observamos preocupado antes de salir a escena; concentrado cuando hace sus primeros movimientos; confiado cuando ve que el triunfo es cosa de minutos; nervioso cuando la batalla se pone cuesta arriba; golpeado y ensangrentado cuando el toro ha descifrado la trampa tras la capa roja; y orgulloso cuando se ha ganado la admiración de esa audiencia que nunca vemos, pero que sí escuchamos. También, varias veces, lo vemos animalizado, salvaje, como una bestia que enfrenta a su par.
Pero los primeros planos no están dedicados solo al matador, sino también a la otra bestia. A la que llegó ahí sin saber por qué, y cuya única alternativa es hacer tanto daño como el que sin dudas va a recibir. La cámara nos muestra al toro como una fuerza de la naturaleza, un rival de temer, un ser que solo puede ser domado por varios toreros y con armas o artilugios. Si fuese así nomás, como lo simula la tauromaquia, la apuesta es segura: gana él. Pero no es así nomás, y en ese contexto, al toro lo vemos también herido, ensangrentado, perdido, enrabiado, agonizante, tembloroso, moribundo y muerto, arrastrado. Lo vemos también intentando seguir peleando, como con el orgullo herido, pero fallando en el intento. Y lo escuchamos de cerca, su respiración vivaz primero y marchita después. Las escenas en las que el toro es dañado, perforado y asesinado son brutales, pero la cámara no les hace el quite. Si lo vamos a ver, dice Serra, lo vamos a ver todo, a ratos como si fuésemos el torero, y a ratos como si fuésemos el toro. Una experiencia que repele y fascina a la vez, que hace aborrecer y admirar a Roca Rey, aunque esto último es lo que termina pesando más. Nos quedamos con su valentía, pero sabiendo que el contexto es más bien cobarde.
La película de Serra también nos muestra otros momentos de la experiencia del matador. Cuando está en la habitación de su hotel preparándose para una nueva batalla, probándose sus apretadísimas mallas y sus queridos trajes de luces, y cuando está en la van junto a su equipo, antes y después de las corridas, en escenas que son un verdadero hallazgo del director. Allí, cuando vamos camino a la plaza, percibimos la tensión y la incertidumbre en todo el equipo, que no para de alentar a su héroe, y cuando vamos de vuelta, a veces malherido, este se cubre de elogios que agrandan su figura a la de un gigante, un súper hombre, alguien que ha ganado su lugar en la historia.
Un director que no se esconde
“Yo cada vez que intuyo que una de mis imágenes se parece inconscientemente a algo hecho previamente, la descarto. En los rodajes creo caos y tensión, y en ese río revuelto yo pesco mucho”, dijo Serra a El País hace dos años, cuando presentaba Pacifiction en Cannes, un filme descrito como crítico del poscolonialismo y elogiado por su originalidad. El cineasta es un defensor de lo distinto, y se pregunta para qué hacer algo que ya se hizo, lo que, según él, no es problema para sus pares en España, como dijo en la misma entrevista: ““No vale ser autor a medias. Ese cine español de pseudoautoría no tiene ningún sentido, consume muchos recursos públicos para nada (…) Es que cualquiera de las pelis malas de esta edición de Cannes es más original que la totalidad del cine español”.
Con Tardes de soledad, Serra sabía que estaba metiendo sus narices en un asunto controversial. La tauromaquia ha estado en la polémica en el último tiempo en España, ya sea por el permiso o no a los niños para asistir a las corridas de toros, o por la cancelación del Premio Nacional de Tauromaquia este mismo año, eliminado por el Ministerio de Cultura hispano debido a considerar este arte-deporte como una forma de tortura animal. “Me daba miedo que la película no se proyectara en otros festivales de cine, que la gente se opusiera. Me equivoqué”, comentó el director en el último Festival de Nueva York, donde comentó lo que lo motivó a grabar su última cinta: “No me gusta particularmente el tema (la tauromaquia) porque es violento, y no me gusta la violencia en el cine: las armas, los tiroteos, no son lo mío. Aquí me gusta porque es real, es ritualista, especialmente la muerte del toro”, dijo también, según registra El Mundo. Para Serra, en las corridas de toros hay poesía. Para nosotros eso no está tan claro. Pero en su cine, y en este documental, sí que la hay. Y mucha.
Crédito de la imagen: Films Boutique