Diego Zúñiga, por Lorena Amaro

Diego Zúñiga: “Un campo cultural mediocre produce obras mediocres”

Diego Zúñiga (37), autor de las novelas Camanchaca (2009) y Racimo (2014), sabía que tenía una pepita de oro entre sus manos. Una historia que combinaba la proeza del equipo chileno que ganó el Mundial de Caza Submarina en 1971, en Iquique, con el mito del hallazgo de cuerpos en lo profundo del océano por parte de uno de los campeones, ya iniciada la dictadura. “Ese mito, que escucho en una sobremesa, es una pequeña historia que conoce cualquier persona que haya vivido en Iquique en los noventa. Yo escuché esto hace muchos años y nunca lo olvidé. Me pareció muy fuerte, muy desconcertante”, dice el escritor, quien con el tiempo decidió rodear esta anécdota, y este olvidado hito deportivo, con una profunda capa de ficción que sigue el derrotero del humilde y extraordinario Martínez, más conocido como Chungungo. Tierra de campeones (Literatura Random House, 2023), la tercera novela de Zúñiga, es el resultado de ese ejercicio, un libro que ha tenido una recepción positiva y que ya se publicó en Chile, España, Argentina, México e Italia (traducido al italiano por La Nuova Frontiera). En esta entrevista, el también autor de Soy de Católica (2014), María Luisa Bombal, el teatro de los muertos (2019) y del libro de cuentos Niños héroes (2016) revela detalles del proceso creativo tras su última novela y muestra su preocupación por el estado de la recepción crítica y el periodismo cultural local. 

¿Estás contento con la recepción que ha tenido Tierra de campeones?

“Yo no publicaba una novela hace muchos años, entonces lo que me ha ocurrido es como volver a experimentar lo que era publicar un libro así, pero también comprender el nuevo estado de recepción, particularmente en Chile y en otros países. Antes uno podía aspirar como máximo a que te hicieran una entrevista en un diario, que era una cosa muy rara, y que te reseñaran, porque todavía en ese tiempo había espacios de reseña. Hoy eso cambió radicalmente. Los diarios casi no tienen espacios de reseña. En general, en nuestra lengua, los espacios críticos son muy pocos, todo se ha vuelto más precario. Al mismo tiempo, las redes te permiten tener contacto con los lectores de manera más directa. Mucha gente te escribe, sobre todo en Instagram. Eso para mí ha sido nuevo. Y claro, este libro ha tenido circulación en otros países y eso ha aumentado la sensación de que hay más crítica. Para mí ha sido una sensación muy positiva. Como había pasado tanto tiempo, ha sido casi como empezar de nuevo”. 

Antes de llegar a la novela, sería interesante profundizar en tu análisis del periodismo cultural, ya que has sido parte de ese mundo. ¿Cómo lo ves hoy?

“Uno tiende a ser muy catastrófico. Yo creo que me acerqué al periodismo porque cuando me puse a leer por mi cuenta, a los 15 años, descubrí las revistas de libros de El Mercurio, el suplemento, y eso me hizo conocer a muchos autores y lo que era la crítica, las columnas. Mi formación como lector está relacionada con ese tipo de suplementos. Luego, cuando lo pude ejercer, tuve una revista online, estoy hablando del año 2008, se llamaba 60 Watts, y ahí colaboraba gente de distintos lugares. Ahora dicto talleres y esa es mi trinchera, donde puedo seguir conversando de estas cosas. Para mí siempre la literatura fue algo muy grupal. Esa idea de la literatura como algo solitario nunca la viví, porque cuando yo me puse a leer y escribir tenía compañeros del colegio que también lo hicieron, entonces para mí la literatura era una cosa de compartir lecturas. Y el periodismo cultural tiene esa vocación, por supuesto, de hacer circular lo que se está produciendo en las distintas disciplinas. Entonces, claro, en estos años vi cómo se cerraron revistas, cómo se redujeron los espacios para la crítica, cómo algunos críticos dejaron de escribir.  Me preocupa que tengamos un campo cultural sin espacio para que se discutan los libros”. 

¿Qué consideras que es lo más preocupante de esa realidad?

“Para mí, un campo cultural sin todo eso es un campo cultural más pobre intelectualmente, y yo creo que eso se está traduciendo, o se va a terminar de traducir, en los libros que vamos a escribir. Para mí ese es el problema. Digo, un campo cultural mediocre produce obras mediocres en su mayoría. Por supuesto, hay excepciones. Por eso también te decía que saqué esta novela y decía, ‘chuta, casi no hay críticos’. Nunca me interesó darle un súper poder, pero sí que circulen lecturas del texto, más allá del me gusta, no me gusta, de compartir una foto en Instagram, que yo también lo hago, soy parte de eso, y no lo digo como una crítica, sino como una constatación del estado de las cosas. Y la responsabilidad cae mucho en nosotros, los que escribimos. No sé cuánta curiosidad hay en las nuevas generaciones de escritores de saber qué se está escribiendo en otros lugares. Yo esto lo veo en los talleres, y lo converso. Me dio mucha alegría también escucharle esto a una amiga, Jazmina Barrera, en una mesa, cuando dice, ‘creo que hay un problema, y es que todos estamos leyendo lo mismo’. Y yo dije ‘chuta, eso se lo digo a mis alumnos en los talleres todo el rato’. Ese es un problema que tiene que ver con que, obviamente, como hay pocos medios, si sacó un nuevo libro tal autor o autora, seguro va a ir. Hay menos espacio para que irrumpan proyectos distintos. Y el problema de eso es que estamos todos muy obsesionados con leer la novedad editorial. Un grupo de escritores que leemos lo mismo vamos a terminar escribiendo los mismos libros. Y es un desastre, sobre todo porque hay tanto. Yo creo que hay que desordenar la biblioteca, ese sería mi consejo. Todo bien con la literatura que va surgiendo, pero está bueno de pronto mirar hacia atrás, que es lo que yo hago en los talleres cuando comparto mis lecturas. Les digo ‘muchachos, miren, antes de toda esta generación que nació en los setenta y los ochenta, que han llenado las librerías de novedades, hay un autor que se llama Roberto Bolaño. Y me parece que a Bolaño se lo lee cada vez menos en Chile, no es una referencia, y digo, es loquísimo, porque cuando yo empecé a escribir todos estábamos leyendo a Bolaño. Menciono a Bolaño, pero también podríamos hablar de Rodrigo Rey Rosa, por ejemplo. En general, creo que esa generación se ha perdido”.

En tu análisis, entonces, el problema de la falta de discusión en torno a la literatura va más allá del periodismo cultural. 

“Esto es culpa, por una parte, de nosotros, los periodistas culturales, sujetos siempre a la demanda de la última novedad editorial, pero también es culpa de nosotros, los escritores, que no hemos decidido intervenir. Porque también, algo que echo de menos, porque yo vengo de esa trinchera del blog, es escribir sobre lo que leíamos, lo que veíamos en el cine, y en el fondo esa sensación de poner sobre la mesa una lectura. Decir, ‘leí esto, o vi esto, y me interesó’. También en los escritores, te hablo de los de mi generación hacia abajo, tampoco veo ese deseo de hacer circular textos mayormente, de escribir sobre ellos. Tiene que haber una generosidad de parte de quienes escribimos en armar ese campo cultural, porque publico mi libro y quiero que todos me lean, y la pregunta es: ¿Tú alguna vez escribiste un texto sobre alguien? ¿Compartiste algo? Entonces, para mí este escenario tiene que ver no solo con que se redujeron los espacios, que en términos económicos es un desastre, se paga poco, en fin, pero también hay algo muy individualista, todos tenemos responsabilidad de no volver ese campo cultural algo más complejo, más rico. También ocurre otra cosa, y te hablo como editor en este caso: estamos siempre atentos a que salgan nuevas voces, pero también ocurre que las editoriales ponemos en circulación reediciones de libros de autores muertos, o de otros países, más desconocidos, y esos libros están pasando muy inadvertidos. Por eso también me preocupa este espacio crítico que ya no está. Y si le sumas a eso el poco espacio que hay para difundir la poesía, que para nosotros yo creo que es fundamental, empiezan a ocurrir vacíos”. 

Vamos ahora sí a Tierra de campeones. Has comentado que el origen de la novela es la mítica anécdota del encuentro de Raúl Choque, uno de los chilenos campeones del mundo, con cuerpos que habían sido lanzados al mar. ¿Puedes explayarte en cómo ese mito se transforma en una novela que abarca muchas más situaciones y personajes?

“Desde que empecé a escribir, a los 15 o 16 años, pensaba que algún día iba a narrar esta historia. El tema es que no sabía qué iba a hacer con eso. Y en el momento en que yo publico Niños héroes, en el 2016, digo ‘yo debería escribir esta historia’. Pienso que la historia de Choque puede ser un cuento. Y al poquito andar me doy cuenta de que no, no da, que no encuentro el tono, que parece que la extensión no es. Entonces, desecho esa idea, pero ahí se me hace mucho más viva la intención de sentarme a escribirlo. Y ahí lo que me ocurre es que se empieza a presentar una dificultad, y es que en un momento sentí la anécdota como un problema. Porque si estamos en una reunión conversando con otra gente y me preguntan ‘¿qué estai escribiendo?’, y yo cuento la anécdota, estoy seguro, porque lo viví, que inmediatamente generaba una tensión en quienes me estaban escuchando. Tiene un nivel de espectacularidad que claro, en un momento tú dices qué bueno escribir un libro sobre eso, porque es muy atractivo, pero yo esto lo converso mucho en los talleres: a veces una buena idea o una anécdota extraordinaria puede ser un problema. El rollo es que lo literario realmente no está en lo anecdótico, no está en esa idea genial, sino que es todo lo que va a rodear eso, lo que le va a dar forma”.

¿Y cómo fue decantando ese proceso de darle forma?

“Yo decía ‘claro, tengo esto, pero cuándo empiezo la historia, ¿cuando ya está grande y ve los cuerpos?’. Entro en esa duda por mucho rato, hasta que en un momento se me aparece una imagen. Cuando ocurre lo de la lista de Bogotá 39 –elaborada por el Hay Festival, que eligió a los 39 mejores escritores de ficción sub-40 en Latinoamérica, incluyendo a Zúñiga, en 2017– nos piden un texto. En ese momento digo ‘veamos si puedo hacer algo con la novela’, también para obligarme a empezar a darle una forma, y se me aparece el primer capítulo, un niño nadando en el río Loa aguantando la respiración bajo el agua un tiempo determinado. Y yo dije ‘chuta, parece que en la novela hay que acompañar a ese personaje desde que es un niño’. Escribo ese capítulo, al que por supuesto le di un millón de vueltas, y se publica en esa antología de Bogotá 39. Y en el fondo lo que se me aparece ahí es un niño que no es el personaje real de la anécdota, sino que es el Chungungo, que está viviendo en Calama, con la madre, y eso me ayuda a escribir los primeros capítulos. En algún momento me pregunto cómo lo llevo al mar, y se me ocurre la idea de este tío, Lucho, que lo pasea un poco y lo va a invitar a vivir a esta caleta, que para mí es el momento clave de la novela. Lo que ocurrió con este proceso es que yo me desprendí de la anécdota. Yo sabía que iba a estar la escena en que ve los cuerpos, pero también en un momento pienso que no puedo hacer que toda la novela gire en torno a eso”. 

El resultado es muy bueno. En mi experiencia como lector, al menos, si no llegábamos a esa escena el libro se sostenía de todas maneras. Con respecto a esa trama previa, se mencionan muchos hechos históricos que dejan dudas de su apego a la realidad. ¿Cuánto es real de lo que narras y cuánto no?

“Siempre pensé esta historia como una ficción, aunque este mito tiene un personaje real que es Raúl Choque, y por supuesto al inicio tanteé que a lo mejor yo debía hacer una no ficción, a lo mejor podía tratar de conversar con él, pero yo soy un militante de la ficción, porque como lector me acerqué a la literatura por la ficción. Entonces, cuando se me aparece el Chungungo en el río, y esa caleta, porque esa caleta tampoco existe, empieza a ocurrir la literatura, porque yo digo ‘esto que está acá lo creé yo’. Y eso me permitió desapegarme de cualquier conexión con la realidad, con ese mito real, que es Choque. La vida de Choque yo no me la sé, no sé si vivió en una caleta, no tengo idea. Por otro lado, hay cosas que son reales. El Mundial de España de 1973 es real, pero todo el preámbulo no. Sí sé que Choque se fue a negro en ese campeonato, lo debo haber leído en algún lugar y dije ‘increíble, tengo que llevarlo hacia allá’. Lo del Sudamericano de Río no me acuerdo si es real, pero sí tenía muchas ganas de llevarlo a un agua distinta al Pacífico. Algo que me dio risa, con la traducción al italiano, es que me preguntaron si era real el documental –en la novela se cuenta sobre un documental que registra el Mundial de Iquique– y les tuve que romper el corazón y decirles que no, que no es real, y lo que pasó ahí fue que una de las preguntas narrativas importantes de la novela era cómo narrar el Mundial, esas dos jornadas puntuales, pensando además que el narrador no estuvo ahí, no podía estar en el agua, y revisando material audiovisual de la época, encuentro un documental de un mundial de fines de los sesenta, y veo que se podía filmar bajo el agua en esos años. Siempre me ha interesado en mis novelas introducir dispositivos de narración dentro del texto, como para ampliarlo. En Camanchaca fue la radio; en Racimo fue la fotografía; y acá me pareció que el documental tenía sentido en ese juego que me interesa siempre hacer en la novela. Pero claro, para mí el trabajo de esa investigación significa sobre todo ser muy fino en la selección de los elementos que me van a permitir mantener una verosimilitud, que los lectores no se distraigan con errores o detalles que hagan ruido. Desde que era muy chico que no me interesa esta idea de qué es realidad y qué es ficción”. 

Solo por curiosidad, ¿sabes si está vivo Raúl Choque?

“Está vivo. Tengo un amigo en Iquique que es un estudioso muy importante allá, Bernardo Guerrero, y él escribió una columna cuando salió la novela contando que la leyó y que le había contado a Choque sobre esta. Me encantaría que la leyera y todo, pero no creo que se reconozca en nada, porque es otra cosa”.

Para ir terminando, el giro del final me pareció muy disruptivo. Quedé helado. Nos vamos de la famosa anécdota a un mundo diferente, en el desierto, un lugar que suena a purgatorio. Me recordó mucho a Comala, la mítica ciudad de Pedro Páramo.  

“La escena de él descubriendo los cuerpos me hizo darle varias vueltas a cómo narrar ese momento. El otro día una amiga, una escritora argentina, me decía que le llamaba mucho la atención que yo hubiera podido sostener ese momento tan fuerte hacia el final. Le dije que tuve la suerte de que se me apareció ese otro mundo que tenía la fuerza necesaria como para contrarrestarlo. Por otro lado, yo sabía que él iba a terminar en el desierto. La única vez que entrevisté a Germán Marín, un par de meses antes de que muriera, hablamos de una reedición de uno de sus libros, y me preguntó qué estaba escribiendo. Él se acordaba de Raúl Choque, de la anécdota. Me dice ‘y cómo termina la novela’. Le dije que no sabía. Y me dice ‘bueno, tiene que terminar lejos del mar, alguien así no puede volver al mar’. Esto debe haber sido en 2017. Y se me quedó esa idea, le encontré razón, tiene una lógica narrativa. Y escribiendo, con esa conversación en la cabeza, se me aparece este lugar. Sobre todo, muy puntualmente, se me aparece un personaje caminando por el desierto en medio de la oscuridad. Y me pasan dos cosas. Uno, yo sentía que, para llevarlo a ese lugar, que está inspirado en Quillahua, el lenguaje tenía que torcerse un poco. Y por otro, no sé qué puede venir después de ver el horror, en términos de lenguaje. Creo que si alguien ha tratado de responder esto es la poesía chilena, que ha intentado arrebatarle palabras a esa oscuridad. Me interesaba que fuera una cosa medio pesadillezca también. Hay lectores que han sido muy entusiastas con esa parte. Y otros que no. La otra vez un amigo me decía que le parecía que es un final muy chileno, como que fuera de Chile costaba entender eso. Y me pareció bonita la idea, aunque eso signifique que a los lectores de otros lugares ese final los desconcierte. Y también lo podríamos extender un poco a Latinoamérica. Tu referencia a Rulfo me convoca, porque para mí es un referente clave en la escritura, y ese Pedro Páramo… Yo estaba en Iquique cuando leí esa novela, y Comala me parecía que podía quedar ahí, entre Pozo Almonte y La Tirana. Leía a Rulfo y dije ‘Rulfo es chileno’. Que también me pasó cuando leí Los detectives salvajes. Ese desierto mexicano que se narra, la sensación que tengo en la cabeza es Chile”. 

En alguna entrevista hablaste de las pocas representaciones que hay de la dictadura en regiones, a raíz de que tú la narras ocurriendo en el norte de Chile, en pueblos costeros. Al mismo tiempo, se dice que hay una saturación del público con las representaciones de la dictadura. ¿Crees que hay espacio para seguir representando esa época?

“Siempre se ha hablado de cuál es la novela de la dictadura. Yo alguna vez escribí un texto donde decía que esa novela la escribió la poesía, que está desperdigada entre poemas de José Ángel Cuevas, Raúl Zurita, Elvira Hernández, Carlos Cociña, Juan Luis Martínez, Enrique Lihn, por supuesto. Me pasan dos cosas. Por un lado, pienso que es una época sobre la que se podría seguir escribiendo, porque hay una cantidad importante de historias, personajes y espacios que siguen sin conocerse, como la provincia. Es muy distinto, seguramente, cómo fue la dictadura en un pueblo en el sur que cómo fue en Santiago. Y a su vez es muy distinto cómo fue en Las Condes y en Puente Alto. En ese sentido no creo que haya algo que se agote. Lo que sí puede que se agote tiene que ver con la idea de la representación. Lo pensaba hace poco. En el Bellas Artes se hizo una muestra de Carlos Lepe, con algunas de sus performances, y claro, me hizo pensar mucho en lo que fue esa escena de las artes visuales en Chile en los setenta y los ochenta, y es loquísimo, porque todo ese mundo, que además estaba muy ligado a la literatura con Zurita, con Diamela Eltit, con Lihn, que escribía sobre algunos de esos artistas, es loco que ellos trabajaron todo ese tiempo con la idea de romper la idea de la representación. El cómo hacemos algo en medio de este mundo arrasado. Y yo creo que fue la poesía chilena la que mejor entendió eso. Pero también la narrativa. Obviamente que el proyecto de Eltit es clave para entender eso. Pero también lo son las novelas de Germán Marín que se publican en los noventa, y todo el trabajo que hizo Lemebel como artista visual y escritor. Entonces, sí, se puede seguir escribiendo sobre esa época y va a seguir ocurriendo. El tema es qué forma darle a eso que no se haya hecho. El problema es repetir los mismos acordes y la misma canción. Para mí, por ejemplo, una buena parte de estos libros que coincidieron y que decidieron abordar esa época desde la perspectiva de los hijos, hubo libros que fueron reinteresantes en cómo entrar a ese mundo, en darle algo nuevo, y algo nuevo desde lo experiencial y lo estético: Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra; Había una vez un pájaro, de Alejandra Costamagna; La edad del perro, de Leonardo Sanhueza. Había algo ahí. El documental de Macarena Aguiló, El edificio de los chilenos, me parece un monumento de pensar política y estéticamente ese tiempo. Yo creo que hay muchos espacios que no han encontrado una forma aún en la narrativa u otras expresiones artísticas”.

Bueno, muchas gracias por tu tiempo, Diego. Para cerrar, ¿nos podrías contar en qué estás trabajando por estos días?

“Estoy terminando el primer borrador de un librito que vamos a hacer con Jazmina Barrera para una colección de Banda Propia que se llama Destinos Cruzados, que es de viajes, donde invitan a dos escritores a escribir sobre una ciudad. Y con Jazmina coincidimos, en distintos momentos, en un viaje a La Haya. Puede que salga el próximo año. Y estoy empezando a tantear una novela a la que le vengo dando vueltas hace harto tiempo. Me acuerdo haber estado en una feria en Lima, quizás en 2015, donde conté esta novela que estoy haciendo ahora. Ocurre a fines de los noventa y principios de los 2000, y hay un juego ahí con un programa de televisión infantil que se parece a Cachureos pero que no será Cachureos, y va a jugar con ese contexto. Siempre prometo que en la próxima novela no voy a volver a escribir de Iquique, y a lo mejor ahora lo voy a cumplir. Lo central ocurre en Santiago”. 

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Crédito de la imagen: Lorena Amaro

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